Efectos negativos de la sobremotivación en las organizaciones: Reflexiones teóricas

Maximiliano Emanuel Korstanje
Universidad John F. Kennedy Buenos Aires, Argentina.

Resumen

Este ensayo profundiza en una dimensión a menudo pasada por alto en la gestión: los efectos adversos de la sobremotivación en las organizaciones. Si bien la motivación se ve típicamente como un activo, se explora cómo puede tornarse contraproducente, cuestionando la noción tradicional de que un empleado altamente motivado siempre es beneficioso. Se plantea la posibilidad de que la sobremotivación pueda ser disfuncional para la estructura organizativa.

Palabras clave: sobremotivación, organizaciones, estructura organizativa, gestión.

La parte central del liderazgo, o mejor, los ejes motores por los cuales se exacerban sus usos en la teoría del management son, por demás, un fenómeno interesante: para algunos, resuelven los conflictos intergeneracionales o de alguna otra naturaleza; para otros, manejan, guían y administran eficientemente las diferencias culturales. El quid de la cuestión es que gran parte de los autores o pensadores dedicados al tema, consideran el «liderazgo» como el elemento «motivador» central para la concreción de objetivos determinados y plausibles de ser medidos, fomentando la sinergia y la cooperación grupal (Rosen et al, 2000; Zemke, 2000; Palomo Vadillo, 2007; Blanchard, 2004; Forsyth, 2001 y Bueno Blanco, 2003).

Sin embargo, lo que todos estos exponentes de la disciplina quizás olvidan son los efectos «no deseados» de la sobremotivación. Es precisamente sobre estos efectos y de los procesos psicosociales intervinientes en el problema, que nuestro ensayo intenta ser sólo un humilde aporte. Basados en la observación de varios casos prácticos en empresas turísticas reales, nuestros argumentos nos llevan a confirmar la siguiente hipótesis inicial: la motivación, como forma de socialización, manifiesta en su aplicación efectos no planificables o planificados.

En el turismo, como en cualquier otra actividad ligada a los servicios, existe un sistemático contacto entre el «cliente» y los empleados destinados en «front desk» o «atención al público». Una sonrisa a la hora de otorgar una habitación o emitir un pasaje (como forma simbólica), se cree, entabla una buena comunicación entre comprador y oferente. En este sentido, varias compañías turísticas orientan sus esfuerzos en implementar mecanismos de motivación a sus empleados, como hacer sistemas de comisiones o premios monetarios, asensos anuales, ofrecer pasajes gratuitos o cursos de capacitación. Todas estas herramientas están destinadas a potenciar en el empleado su pertenencia al grupo, su identidad y su predisposición hacia la tarea.

Pero como bien han observado los psicólogos Watzlavick, Weakland y Fisch (1976), existe una brecha cognitiva entre la acción y el resultado. En efecto, un deseo o acción de cambio dirigido hacia un sistema puede provocar, si no, su efecto inverso, tan sólo perpetuar el problema, mientras que una decisión tomada a las «apuradas» puede alterar toda la estructura normativa y resolver el problema (sin proponérselo).

La motivación y sus consecuencias

Uno de los primeros escritores en plantear el problema que trae consigo la sobremotivación fue el célebre Eliott Jacques (2000), quien se refirió a la «organización requerida». La eficacia y la motivación en Jacques se encuentran ligadas a la posibilidad de compensar los esfuerzos de los integrantes de la misma en forma equilibrada y justa. Claro que el problema aquí sería definir hasta qué punto la contraprestación es «justa» para un agente y cuál es el papel de los «otros» en el proceso.  Pero no nos vamos a adentrar en ese tema por una cuestión de simplicidad y coherencia en la exposición del problema.

Los postulados por discutir en el presente ensayo son válidos (pretenden serlo) no sólo para las organizaciones turísticas, sino también para otro tipo de estructuras.

Inicialmente, para comprender el problema es necesario remitirse a la etimología; así afirmamos que el término motivación deriva del latín motivus, que significa movimiento. Por tal motivo, en la actualidad no es extraño que se asocie a la palabra a la acción y la decisión.

Existen dos corrientes que se han referido al tema de la motivación. De resumirlas, tenemos por un lado a aquella que entiende a la motivación como la relación transaccional entre el sujeto, su esfuerzo y el aliciente recibido; por su parte, la segunda corriente considera la motivación como una actitud orientada la satisfacción y la autorrealización (Sánchez Cañizares, 2007).

Desde nuestra propia perspectiva, la motivación debe ser comprendida como «toda actitud subjetiva orientada a buscar la satisfacción laboral por medio de mecanismos diversos, evaluando el riesgo, el esfuerzo y el máximo placer disponible. A su vez, existen estadios para la motivación que pueden clasificarse según el estímulo recibido». 

Si bien, la motivación es inherente a toda la conducta humana, su naturaleza no se encuentra en la satisfacción de ciertas necesidades ordenadas racionalmente como supuso Abraham Maslow (2005). Parece, algo ingenuo, en primer lugar, jerarquizar (como variables mutuamente excluyentes) las motivaciones humanas en etapas. Por otro lado, si bien Maslow ha hecho referencia al reconocimiento social como una de las etapas de la motivación, no tuvo en cuenta los distintos intereses individuales en mantener dicha fachada. En otras palabras, podemos pensar que reconociendo al «otro» por sus méritos (u otra característica), éste se propondrá a actuar de otra forma; pero este hecho no se debe al «estímulo en sí», sino a los intereses propios en ese momento funcionales al estímulo. No tener en cuenta este aspecto o pasarlo por alto, es no comprender los motivos por los cuales, ante estímulos de similar magnitud e intensidad (premio) a dos grupos, uno reacción de una forma (gratitud) y el segundo de otra manera (desconfianza) (Korstanje, 2007a).

Si los intereses el grupo A están vinculados (por factores diversos y exógenos) a ganar más dinero en la próxima temporada, un aliciente no material funcionaría en forma disfuncional a los objetivos del grupo; mientras que en el caso contrario, si el grupo B emprende una tarea por el reconocimiento social, se sentirá frustrado ante una contraprestación salarial. En este sentido, aún dentro de una organización existen diferentes subgrupos con dinámicas, objetivos y tiempos diferentes. Suponer que todo el grupo debe estar motivado por la imposición de un objetivo general es una «falacia ecológica».

Analizando, el tema con detenimiento, encontramos el segundo elemento de nuestra discusión: la valoración individual.

El rol de la autovaloración como forma de pertenencia

En psiquiatra y sociólogo Erving Goffman sostuvo una tesis, por demás particular. Utilizando elementos teatrales, el autor sostuvo que la vida social del individuo se desenvuelve en analogía a la puesta en escena en el teatro. Existe una parte «visible», en la que «el actor», es decir, el individuo, pone todos sus esfuerzos para mantener un «personaje». Este último, a su vez, mantiene una fachada ante los demás (espectadores) y, en consecuencia, no demuestra sus verdaderos pensamientos y sentimientos. Estos son reservados para el «detrás de escena». En este contexto, el autor afirma: «como parte de la fachada personal podemos incluir: las insignias del cargo o rango, el vestido, el sexo, la edad y las características raciales, el tamaño, el aspecto, el porte, las pautas del lenguaje, las expresiones faciales, los gestos corporales y otras características semejantes» (Goffman, 2004: 35). A su vez, los diferentes estímulos son conducidos por diferentes procesos en donde el actor se objetiva en su rol. Como el actor, que cumple un papel y se valora a sí mismo en «la performance» de esa actuación, el sujeto en la vida cotidiana también se percibe en cuanto al mantenimiento de su actuación.

Cuando una fachada se institucionaliza, entonces ésta se convierte en una norma. Al respecto, Goffman nos dice: «hay que señalar que una fachada social determinada tiende a institucionalizarse en función de las expectativas estereotipadas abstractas a las cuales da origen, y tiende a adoptar una significación y estabilidad al margen de las tareas específicas que en ese momento resultan ser realizadas en su nombre. La fachada se convierte en una representación colectiva y en una realidad empírica por derecho propio» (Goffman, 2004:39).

La norma y el ocultamiento

El brillante desarrollo de Goffman en su tesis de la dramaturgia, ha sido una irremplazable herramienta para la sociología del trabajo y la motivación; no obstante, de todas ellas tomamos los siguientes elementos: en primer lugar, el agente actúa o tiende a actuar en cuanto a sus propios intereses, a veces contraponiéndose con los de su grupo. En segundo lugar, el individuo tiene la posibilidad y habilidad de mostrar una fachada y ocultar sus verdaderos sentimientos. En tercera instancia, existe un punto de autovaloración del propio agente en cuanto a la objetivación del rol o, en términos goffmanianos, la actuación y el reconocimiento del público hacia ella.

Lo expuesto nos enfrenta en forma directa a la tesis economicista que inserta al sujeto como capaz de evaluar sus alternativas en cuanto a un cálculo de ahorro, riesgo y utilidad. En ocasiones, el agente oculta determinado evento, debido a las «expectativas» que se tienen de él. No es en sí el miedo al desvío o el castigo per se lo que genera el ocultamiento, sino la búsqueda de aceptación y en ella, de autovaloración. Si un conserje es valorado por sus superiores constantemente por su buena atención y amabilidad  y sus propios colegas reconocen en el esta habilidad (a veces muy difícil de encontrar), el día que surja un conflicto entre este personaje y un «huésped», el conserje intentará poner todos sus esfuerzos en ocultar dicho evento y mantener así su personificación.

En palabras del propio autor, «es importante notar que cuando un individuo ofrece una actuación encubre, por lo general, algo más que placeres y economías inadecuadas. Podemos aquí señalar algunos de los materiales ocultados. En primer lugar, además de los placeres y ahorros secretos, el actuante puede estar comprometido en una forma provechosa de actividad que se oculta a su público y que es incompatible que la visión de la actividad que espera que se obtenga de él» (Ibíd.: 54).

Este párrafo sugiere la siguiente idea: un empleado puede actuar en contra de los intereses grupales, manteniendo una pertenencia ambigua. En realidad, incluso desviando la norma, el agente puede estar involucrado en su tarea,  o precisamente puede violar la norma para cumplimentarla. En este sentido, el descubrimiento de errores demuestra una realidad mucho más perversa; detrás de él existe toda una gama de actividades y acciones en donde la desviación se presenta como «normal» y coherente al fin planteado. Más específicamente, la discusión no se orienta hacia si equivocarse está bien o mal, sino a que no se siguen las normas porque la tarea así lo exige.

Diariamente, como en un servicio de subte o tren, los empleados de las aerolíneas incumplen una serie de normas que se encuentran escritas en sus manuales de operación; estos supuestos «incumplimientos» permiten que los vuelos salgan a horario diariamente. Ante una catástrofe, los controles detectan que la falla se institucionalizó desde hacía mucho tiempo. Un ejemplo contrario nos lleva a la hipotética situación del conflicto laboral; en efecto, cuando un gremio de navegantes o ferroviarios decide protestar ante determinado grupo, se opta por trabajar cumplimentando todos los pasos especificados estatutariamente en el manual de procedimientos (Morgan, 1998).

Los signos delatores

Ello da pie a comentar el segundo postulado goffmaniano: «encontramos que los errores y las equivocaciones se corrigen con frecuencia antes de que tenga lugar la actuación, y los signos delatores de que se han cometido y corregido son, a su vez, encubiertos. De este modo, se mantiene un impresión de infabilidad tan importante en muchas presentaciones» (Goffman, 2004: 55).

Las organizaciones trabajan exacerbando o estimulando a sus integrantes con el fin último de lograr la pertenencia y forjar procesos identitarios específicos. No obstante, la sobremotivación, paradójicamente, genera efectos disgregadores adversos a los que tiende. La excesiva estimulación sugiere que el individuo no «admita sus errores» o lo que es peor, oculte ciertas prácticas por temor a que se le quite el reconocimiento. A tal punto la teoría de la curva J nos sugiere también que un sujeto sometido sistemáticamente a estímulos positivos durante un lapso determinado, cuando se lo expone a una privación responde con agresión, negación y hostilidad. La percepción del éxito y el fracaso va modelando no sólo el estar ahí del ego, sino también su sentido de ser (Bremmer, 2007).

En este mismo esfuerzo, los psicólogos Watzlavick, Weakland y Fisch sugieren que: «El estudio de Lasegue y Falret sobre la foliw deux  escrito hace  casi un siglo, la obra de Lidz sobre la transmisión de la irracionalidad, el concepto de pseudos-mutualidad de Wynne , los conceptos de colusión y de mistificación de Laing, el de dualidad terrible de Scheflen, el de los mitos familiares de Ferreira , todos estos estudios están basados en la observación de aspectos particulares de negación en familias alteradas. La primera y la principal razón para negar determinados problemas se debe, probablemente, a la necesidad de mantener una fachada social aceptable» (Watzlavick, Weakland y Fisch, 1976:63).

Asimismo, esta última tesis dirige nuestra mirada hacia la relación que existe entre realidad y apariencia, no en sí, como un asunto ontológico, sino más bien como la forma en la que el sujeto se interna y utiliza para sí esa relación, presentando como logros, objetivos que no lo fueron.

La apariencia y lo real

Siguiendo el marco teórico goffmaniano, existen situaciones en las cuales el sujeto presenta el cumplimiento de sus metas en forma exacerbada y desmedida. El origen de esta conducta tiene como causa una profunda búsqueda emocional. En este sentido, Goffman escribe: «en tercer lugar, en esas interacciones donde el individuo presenta un producto a otros, tenderá a mostrarles sólo el producto final, y éstos lo juzgarán sobre la base de algo que ha sido terminado, pulido y empaquetado. En algunos casos, si se requirió muy poco esfuerzo para completar el objetivo, este hecho será encubierto» (Goffman, 2004:55). Ello despierta una tensión entre la realidad y la idealidad como formas sociales de relación. El hecho de ocultar los medios que se han seguido para cumplimentar un fin específico, sugieren cierto grado de anomia.

Ya Robert Merton expuso en su trabajo titulado Teoría y estructuras sociales cómo los valores de éxito pueden influir para que cierto grupo o conjunto de individuos anteponga ese objetivo a las normas destinadas para llegar a él. A este fenómeno, Merton lo llamó innovación, que «tiene lugar… cuando el individuo asimila la importancia cultural de la meta sin interiorizar igualmente las normas institucionales que gobiernan los modos y los medios para alcanzarla. Desde el punto de vista de la psicología, es probable que una gran inversión emocional en un objetivo produzca una predisposición a asumir riesgos y esta actitud pueden adoptarla individuos de todas las clases sociales» (Merton, 1964: 150). En concordancia con Goffman, Merton explica cómo un impacto emocional profundo, en nuestro caso, un constante y sistemático plan de incentivación, puede llevar involuntariamente a procesos de desorganización, conflicto y anomia no esperados.

El diseño institucional implica poseer un sistema que otorgue legitimidad y coerción, como bien sugirió Seymour Lipset en su obra El hombre político. Según Lipset, para poder funcionar correctamente, todo grupo debe tener articulados y equilibrados tanto su capacidad de aunar legitimidad, como de ejercer la coacción o la fuerza. Si uno de estos dos mecanismos fallase, el sistema comienza a trabajar disfuncionalmente (Lipset, 1988).

Estas nociones también son aplicables a las organizaciones comerciales, en cuanto a que cada premio o castigo sobre un agente es consensuado y observado por otros integrantes del grupo. En este sentido,  Phillipe Pettit asegura que «la conducta de los individuos dentro de la sociedad – su conducta individual, su conducta en tanto que agentes de cuerpos corporativos y su conducta en funciones de juegos oficiales – es sensible a las oportunidades y los incentivos que están disponibles por efecto de su situación social, al igual que resulta sensible a otros factores (por ejemplo, los valores, las representaciones, y modalidades discursivas que heredan, en gran medida, de su trasfondo social)»(Pettit, 2003: 77).

Este supuesto confirma que los incentivos en conjunción con las estructuras culturales conforman toda una gama de comportamientos en gran medida plausibles de ser estudiados. El autor sugiere, además, que los incentivos no son el único mecanismo capaz de lograr comportamientos en un sentido u otro; en tal caso, las sanciones también se configuran como mecanismos capaces de lograr legitimidad. Los filtros de selección de sanciones permiten presentar al agente ciertas situaciones como las únicas posibles en forma positiva o negativa para evitar el desvío. «Su propósito es asegurar que determinados agentes puedan realizar determinadas elecciones y no otras, o que en una determinada elección estén disponibles algunas opciones y no otras» (Pettit, 2003:80).

Según el modelo teórico de Pettit, los filtros actúan sobre a) prevención del daño, en el caso en que se adelanta a un posible resultado adverso, y b) promoción del beneficio, en el que influye para que el agente perciba un escenario positivo. Partimos de la base de que todo agente tiene una capacidad propia de generar daño; ciertos usos institucionales, ora manipulando información, ora ocultando datos, permiten cierto equilibrio institucional. El segundo caso, por el contrario, hace referencia a la posibilidad de asignar al sujeto sentido de valía a causas específicas, una manera de motivarlo para percibir su aporte como útil, aunque realmente no lo sea.

La posibilidad de establecer una lógica racional en el desempeño hacia los objetivos no resuelve el problema en forma definitiva. En efecto, esta perspectiva tiene ciertas incongruencias para explicar por qué el agente entabla acciones en contra de sus propios intereses en defensa de su equilibrio emocional: como por ejemplo, el miedo al cambio.

Más allá, de los procesos institucionales impuestos para funcionar como filtros, deberíamos desdoblar a la decisión como imaginada y estructural, algo así como lo que Kant llamó juicios analíticos, fijos y certeros en cuanto a excluidos de toda experiencia (a priori) y sintéticos, en cuanto son experimentados por el agente después de sucedido el evento (a posteriori), pero que acumula conocimiento (Kant, 1981).

La percepción colectiva como condicionante

En sus estudios, los diferentes psicólogos de la percepción han llegado a establecer ciertos postulados comunes al fenómeno, tal como la habilidad de la mente en clasificar, ordenar y eliminar todos aquellos aspectos del mundo exterior que atenten contra el orden cognitivo (Wolf, 1987). A tal punto, todos los grupos organizan su propio sistema cognitivo interno (llamado doctrina), en el que se descartan aquellos estímulos percibidos como hostiles.

Por otro lado, Noelle Neumann ha sido clara en afirmar que todo sujeto tiene una habilidad desarrollada por detectar y seguir la opinión de la mayoría; lo que subyace en este acto no es el interés plenamente económico, sino el miedo la aislamiento por parte del ego. Apoyada en los fundamentos del psicólogo S. Ash, Neumann sostiene que «las personas observan la conducta ajena, aprenden que existe esta o aquella conducta posible y, cuando se presenta la ocasión, la ponen en práctica ellos mismos. Nuestro interés por definir el papel desempeñado por el miedo al aislamiento presenta una complicación, si llamamos imitación a la repetición por alguien de lo que otros hayan dicho o hecho» (Noelle-Neumann, 2003: 62).

En este sentido, Korstanje nos sugiere que aún si analizamos minuciosamente la imitación, vamos a descubrir que posee dinámicas diferentes. En un sentido, la imitación puede despertar sentimientos más profundos como la estima, la admiración y la cooperación. En estos contextos, las energías del grupo estarán reguladas por valores positivos de cooperación y/o sinergia; pero también se imita buscando intereses particulares y egoístas. Si la segunda situación se presenta, entonces las estrategias de agente o grupo desembocarán en un inevitable conflicto. (Korstanje, 2007b)

Obviamente, no hace falta aclarar como advierte Neumann, que la imitación no es la variable explicativa de mayor aplicación en este problema. ¿Porque el individuo sacrificaría su propia forma de ver el mundo con respecto al grupo que forma parte? En realidad, el individuo no sacrifica su forma de concebir o comprender las cosas que pasan a su alrededor, sino la manera y el contenido que se expresa ante la mirada de los demás. En otras palabras, «el carácter negativo de etiquetas como conformistas o gregario muestra que la tendencia a la imitación va en contra del ideal de autonomía individual. Es una imagen con la que nadie quiere que le identifiquen» (Noelle-Neumann, 2003: 62).

Asimismo, si suponemos que todo grupo adquiere una percepción propia y que el sujeto tiende a la visión individual (aunque no la manifieste), ¿no sería contradictorio afirmar que las actitudes individuales se legitiman y regulan por medio de los grupos? Para resolver el problema, Neumann sostiene que «los seres humanos economizan la atención que prestan a las cosas. El esfuerzo que dedican a observar el entorno parece ser un precio menor a pagar en comparación con el riesgo de perder la estimación de los otros seres humanos, de ser rechazados, despreciados, de estar solos» (Ibíd.: 63).

Este miedo a la soledad explicaría, en parte, la necesidad de mantener una «apariencia» en cuanto a la performance personal, pero también cuestiona la idea de concebir a la organización como un todo orgánico. Si tomamos como válidos los postulados de Neumann, entonces tendremos que afirmar la siguiente hipótesis: dentro de una misma organización existe una tensión entre los intereses de grupo e individuales, cuya expresión máxima se observa en una disociación manifiesta entre la estructura y el agente. En otras palabras, son «sus líderes» quienes, estimulando en demasía a sus subalternos, provocan una división, quebrantando la propia identidad del grupo. Este tema lo veremos en mayor detalle en el próximo apartado.

El cambio cultural como prejuicio marketinero 

La teoría o corriente del Marketing ha surgido, como forma ideológica operante, luego de finalizada la segunda gran guerra. Si somos en algo observadores, nos daremos cuenta de que en sus contenidos existe una relación directa entre los términos utilizados por esta corriente y los castrenses en el campo de batalla; palabras como «mando, guerrilla, estrategia, dirección, fortaleza, oportunidad y otras» son comunes en esta clase de literatura, así como también la sugerencia de que los «ingresos», el éxito o el fracaso de una compañía se debe a ciertos factores combinados de complejidad y adaptación. Más específicamente, el éxito y la profesionalización para alcanzarlos parecen estar ligados a los cambios profundos institucionales (Rosen, 2000 y Kotter, 2007).

En la medida en la que la compañía no puede hacerse de los medios para lograr los objetivos, ello presupone que debe realizarse un cambio estructural o cultural en la formas de trabajo de los empleados. A esto se le suma que, al ser compañías con un alto impacto y dinámica, las organizaciones turísticas o, mejor dicho, sus empresarios estén abiertos a esta clase de premisas. En otros contextos y situaciones, estos «expertos» vaticinan que el turismo será un bien «masivo» en donde diferentes organismos entrarán en competencia, ejercitando así una fuerte presión tanto para las empresas que se ubican dentro del mercado, como para aquellas que desean ingresar. Frente a este escenario, las ventajas competitivas internas serían una forma de adaptación al medio (Ikeda, 1993 y McCarthy, 1971). De esta forma, personas motivadas e incentivadas con la identidad de la empresa supondrán (entre otras cosas) mayores ventajas en el posicionamiento estratégico, una relación más cercana entre empleados y clientes, lealtad a la marca, gran capacidad de mutabilidad, aceptación al cambio, etc. (Toledo y Emzo, 1991; Kotler, 1998; Gouvea y Niño, 2004; Gouvea y Dos Santos, 2005; Massari, 2004; Sánchez Cañizares et al, 2007; Spinelli y Canavos, 2000).

Al respecto, Sánchez Cañizares et al afirman que «los empleados de las empresas que desean ofrecer una alta calidad de servicios se encuentran más motivados y tienen mayores aspiraciones de promocionar en su carrera laboral, estando más orientados a su tarea y presentando un mayor grado de compromiso con la organización (…) los trabajadores pondrán más empeño en desarrollar un servicio de calidad, en tanto la organización recompense en alguna medida ese tipo de comportamiento. Si en un hotel se ofrecen incentivos que los trabajadores no contemplan entre sus necesidades, el coste será superior al beneficio que se obtendrá de dichas recompensas» (Sánchez Cañizarez et al., 2007:225).

Claro que, por un lado, como bien han demostrado Gouvea y Dos Santos y Sánchez Cañizares et al., en ocasiones los analistas topan con empresas exitosas que no han seguido, o por lo menos no tienen influencias de los principios del marketing (Gouvea y Dos Santos, 2005; Gouvea y Niño, 2004; Sánchez Cañizares et al, 2007). ¿Qué pasaría si los analistas encuentran a un grupo de sujetos sobremotivados como el principal problema? ¿Qué efectos negativos y no deseados implica la sobre motivación?

Los problemas de  la sobremotivación

En primera instancia, la teoría de la motivación tiene serias dificultades para poder explicar cómo ciertas organizaciones con formato autoritario pueden poseer una elevada motivación en comparación con empresas de tipo «cooperativas», donde se observa un grado de competencia mayor y donde, en consecuencia, los grados de participación son menores. Por otro lado, asistimos a una especie de «paradigma metateórico» que intenta resolver todos los problemas de una organización con la idea del «cambio cultural».

Los empresarios invierten capital, esfuerzos y tiempo pensando que los problemas por los que se desvelan por las noches tienen relación con una falla en la guía cultural, entonces contratan a grupos de asesores organizaciones con gran experiencia en el tema. Pasados algunos años, los empresarios observan que si bien se ha avanzado bastante en la gestión de trabajo, las formas de comportamiento de los empleados no han cambiado mucho. Este claro ejemplo, que puede observarse una y otra vez en el mundo de la asesoría o el management, confirma dos postulados centrales: 1) el problema central no era la cultura organizacional, 2) como forma de adaptación al medio, la cultura no es alterable por modos e implementación de procesos de gestión, y 3) seguramente el analista confundió la parte por el todo.

Una de las premisas por las cuales un grupo se nutre de una forma cultural tiene que ver con la costumbre y el hábito. Una vez que ciertas prácticas y creencias han sido instituidas por medio de mitos y rituales específicos, adquieren cierto valor para los integrantes del grupo. Los mitos fundadores de la organización nos demuestran que «haberlo hecho como de esa forma, es como se hace, no sólo porque siempre se hizo así, sino porque los primeros empleados lo hicieron». Por otro lado, las propias estructuras se legitiman y reproducen por medio de varios mecanismos como la educación y la socialización de los nuevos integrantes con arreglo al habitus (Bordieu, 2003 y Eliade, 1968).

Esto hecho es interpretado erróneamente como una actitud de resistencia al cambio. El problema, como sugieren Watzlawick, Weakland y Fisch (1976), es que ciertos cambios refuerzan la lógica preexistente en vez de debilitarla. La teoría del cambio 0, precisamente, nos obliga a un esfuerzo intelectual mayor, al suponer que a pesar de una compleja y larga estrategia organizacional para cambiar la cultura, ésta puede verse inalterada.

Paradójicamente, los planes de motivación llevados a cabo (como incentivos) durante el período de cambio han funcionado aumentando la motivación de los empleados hasta altos niveles, hecho que produjo un aumento en la participación de los empleados en las diferentes gestiones. Sin embargo, y como un producto derivado de ésta, surgieron consecuencias que no habían sido tenidas en mente: a) ocultamiento de errores, b) reforzamiento de las conductas por medio de la negación, c) una alta competencia por parte de los integrantes por alcanzar la estima y el reconocimiento de sus superiores, d) conflictos interpersonales recurrentes, e) exacerbación de rituales y f) un incumplimiento manifiesto en todos los procesos de trabajo.

En efecto, los objetivos propuestos se «idealizan», precisamente cuando el estímulo es muy elevado. El sujeto buscará ya no sus intereses materiales u objetivos, sino el afecto y la compresión de sus superiores. En esta búsqueda frenética de «reconocimiento y amor», el miedo a fracasar y a defraudar se hace manifiesto. Paradójicamente, los circuitos laborales dejan de cumplirse, no como una forma de protesta social (conflicto), sino por su efecto inverso. Ante la posibilidad de no tener éxito, el sujeto pone en funcionamiento ciertos mecanismos de defensa para alejarse cada vez más del fracaso, aunque esto, obviamente, no le asegure llegar al triunfo. Al verse en desuso, las formas de trabajo requieren nuevos especialistas que proponen nuevos cambios y nuevas formas para reforzar  las ya existentes. En un contexto de tal ambigüedad, el sujeto o su grupo de referencia tienen mayores libertades para actuar y desenvolverse, pero se fomenta un círculo (vicioso) en donde la condición no es la eficiencia (legal-racional), sino la compensación carismática y tradicional (Weber, 1985).

Ahora bien, el obstáculo principal que versa sobre los «niveles de motivación» es poder precisar cuáles son los niveles de estímulos. Éstos pueden clasificarse en: asertivo, donde el sujeto recibe en forma equilibrada la contraprestación a su esfuerzo; nivel infra motivación, que se refiere al término cuando el sujeto recibe o percibe menos en cuanto a su esfuerzo; y sobre motivación, cuando el individuo recibe o percibe más estímulo en relación al esfuerzo invertido. Desde una perspectiva cuantitativa, es muy difícil demostrar que una organización atraviesa uno de estos tres estadios, debido a que cada una tiene su propia cultura y sus propias formas de estímulo. Sin embargo, en líneas generales, existen diversos indicadores (los cuales pueden manifestarse en forma aislada o masiva) que le permiten al analista situarse en un contexto de sobremotivación. Ellos son:

1. Un aumento considerable de los conflictos interpersonales por razones laborales.

2. La falta de seguimiento en los temas u objetivo planteados mensual o anualmente.

3. El hecho de encarar nuevas tareas sin haber cumplimentado con las anteriormente asignadas.

4. Prácticas y actitudes orientadas a ocultar los errores propios o del grupo de referencia frente a la interpelación de un integrante del exo-grupo.

5. Un excesivo afán por demostrar los propios logros a las líneas superiores en detrimento de los otros grupos intervinientes.

6. Un alto inconformismo, así como una elevada tasa de rotación de personal de escasa antigüedad.

7. Un aumento de energías y trabajo en los departamentos destinados a auditorias y controles.

8. Un excesivo individualismo por parte de los actores involucrados, generando severas fallas en la comunicación.

9. Se observa en los empleados largas horas de trabajo voluntarias, así como pérdida de la noción del tiempo transcurrido.

10. La aplicación constante de diferentes rituales, como  la estadística, las reuniones, los ascensos, con el fin de reducir la incertidumbre y la angustia.

11. El constante regreso al arquetipo mítico como modelo por seguir frente a los problemas del entorno.

12. Problemas manifiestos en los procesos de coordinación y comunicación interdepartamentales.

En este sentido, podemos afirmar que el tiempo funciona como un elemento disgregador y contradictorio cuando lo que en juego está son los puntos individuales de valoración del ego. Los mecanismos de motivación (diversos) que usualmente se ponen en práctica en las organizaciones poseen consecuencias derivadas las cuales ameritan y requieren ser estudiadas con rigurosidad científica.

Conclusiones

La cultura organizacional, como forma de adaptación al medio, nos provee de pequeñas guías míticas para poder desempeñarnos reduciendo los factores de disonancia y miedo. Los cambios culturales, por tanto, no parecen ser fenómenos factibles en procesos de estabilidad institucional. Generalmente, el cambio en las prácticas surge cuando la amenaza adquiere un carácter visible y tangible en la estructura intrapsíquica. Confundir el cambio micro con uno estructural, como puede ser el «cambio cultural», es un «grave» error en mayoría de la literatura al respecto.

Por otro lado, cuando la motivación alcanza niveles realmente altos, los individuos comienzan a identificarse con los objetivos planteados en forma emocional. Sin embargo, cuando estos mecanismos se hacen demasiado rígidos aparece la otra cara de la moneda: el miedo al abandono. Este último sentimiento provoca que los integrantes de la firma antepongan el reconocimiento y el afecto emocional, al esfuerzo de haber logrado ese reconocimiento. De esta manera, de un día para otro se dejan de cumplir los circuitos de trabajo, los responsables de ciertas tareas aparecen y desaparecen con frecuencia, se observan los conocidos «conflictos de rol» y se multipliquen los rituales de reducción de la incertidumbre sin resultados aparentes.

Por no tener certeza de su entorno, el sujeto siempre está relacionado con sentimientos de temor y miedo. Existen a la vez, ciertos elementos que ayudan a reducir el estrés generado por no saber lo que va a pasar, tales como la magia, las reuniones laborales, o  la estadística (ambas muy parecidas entre sí). Si bien, ni la magia ni la estadística aseguran el futuro, ayudan de alguna forma a reducir los umbrales de incertidumbre. Alejarse de las metas impuestas y de las formas de llegar a ellas, precisamente evita tener que vérselas cara a cara con el «fracaso», empero a la vez también aleja de alcanzarlas. En este estado liminar de incertidumbre, el sujeto elabora toda una serie de ritos para reducir la angustia y la ansiedad. Organiza reuniones que no tienen el mayor contenido; confecciona complejísimas estadísticas que no tienen ninguna aplicación; realiza miles de llamadas al día a sus colegas sin ningún tipo de razón aparente, o se embarca en proyectos antes de finalizar los anteriores. La comunicación adquiere así una naturaleza de relación emocional, distanciándose de su característica instrumental.

Es decir, para lograr cualquier meta se necesita una acertada comunicación, pero ésta tiene características diferentes de lo que podría ser una conversación informal: en parte, está sujeta a procesos instituidos; es lógica y formal con arreglo a resultados y carece de todo tipo de emocionalidad. La interacción se fundamenta, en este contexto, como forma para un fin y no fin en sí mismo. Por el contrario, cuando el agente teme decepcionar a su superior, la comunicación toma un carácter emocional y es común observar diferentes reuniones que no llevan a nada.

El objetivo no es la concreción de una meta, sino la reducción de la angustia por alejarse de ella y el sujeto  se aleja de ella para no tener que fracasar y verse privado «del amor del otro». Esta dinámica se multiplica por doquier en forma ritualista, en donde lo importante no es corregir los errores, sino evitar que se repitan. La famosa figura del chivo expiatorio ejemplifica perfectamente  lo expuesto.  El hecho de ubicar o trasladar a una persona todos los errores de la compañía, o la costumbre de estar constantemente buscando un culpable por aquellos asuntos que no salen como esperábamos, es nada más que una forma ritualista de prevenir que el error se repita. No obstante, al no haber un diagnóstico o un plan de acción sobre los factores que causan la disfunción, ésta no sólo persiste, ocasionando más rituales, sino que reaparece una y otra vez en forma cíclica. Nuevamente, lo que subyace tras esta situación no es (como sugiere la escuela clásica) falta de motivación, así como tampoco la necesidad de un cambio cultural, sino re-ver los efectos secundarios de una excesiva motivación.

Referencias

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Citar:

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https://psicologiacientifica.com/problemas-sobremotivacion

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