Personalidad Heroica y sociedad postmoderna: Una narrativa psicosocial

Maximiliano Emanuel Korstanje
Universidad John F. Kennedy, Argentina

Las relaciones de poder parecen complejas y difíciles de comprender; sobre todo en una época que se caracteriza por una alta volatilidad en cuanto a las relaciones sociales y los vínculos emocionales. Uno de los primeros que enfatizó la necesidad de estudiar la relación entre la lógica racional, el poder y las emociones, o mejor dicho la invasión de una sobre otra, fue Max Weber. Según el scholar alemán, las organizaciones basan sus estructuras en diferentes estilos de legitimidad sobre la cual edifican la cuota de poder: legal racional, carismático y tradicional.

El avance del capitalismo parece haber desprovisto al trabajador de su sentido humano y emocional. Dentro de ese contexto, la vida social se ha descompuesto en diferentes procesos con arreglo al control de resultados (Weber, 1985). Dos neo-weberianos de talla internacional como Dunning y Elías afirman que la impersonalidad que prima en la vida social, los agentes buscan emociones que el sistema pone a su disposición en espacios ambientados para la ocasión, como los espectáculos deportivos entre otros (Elías y Dunning, 1992). Este declinar de las emociones debe ser restaurado de alguna manera. Miedo, tristeza, alegría, ira y amor son sentimientos básicos que circulan en cualquier espectáculo orientado al deporte. Estos sentimientos, no obstante, son regulados para no provocar un desborde, aun cuando en ocasiones ello si sucede. En términos técnicos, el ocio y el deporte moderno pueden ser comprendidos como una emulación de las emociones humanas.

Temor y Modernidad

Escribe R. Castel que, paradójicamente, las sociedades modernas equipadas con todo tipo de bienes materiales en pos de las protecciones individuales, son aquellas en donde el sentimiento de inseguridad no sólo que es moneda corriente sino que atraviesa todos los estratos sociales. En concordancia con los postulados aristotélicos, esta compleja situación, lleva a R. Castel a plantear una hipótesis por demás interesante; la inseguridad moderna no sería la ausencia de protecciones o medios sino todo lo contrario, una obsesiva «manía» vinculada a la búsqueda incesante de seguridad en un mundo social interrelacionado. Esa propia búsqueda frenética en sí es la que genera el constante sentimiento de inseguridad. En este sentido, dicha sensación es proporcional a un peligro real, sino mas bien el desfase entre una expectativa desmedida y los medios proporcionados para poner en funcionamiento la protección; en otros términos estar protegido -sugiere el autor- implica estar amenazado; a medida que las sociedad va alcanzando nuevas metas en la materia, otras nuevas surgen dando origen a riesgos que no habían sido tenidos en cuenta plasmado en una especie de aversión colectiva al riesgo. Llegados a este punto cabe aclarar que implícitamente Castel se está refiriendo a la angustia que surge de la existencia colectiva y no a la inseguridad 1 (Castel, 2006: 78).

En analogía con R. Castel, U. Beck propone un modelo para comprender el estado de riesgo continúo que parecen vivir las sociedades modernas capitalistas. El autor entiende que el proceso de la modernidad ha sufrido un quiebre luego del accidente nuclear en Chernobyl, Ucrania. Este hecho ha alterado radicalmente la forma de percibir el riesgo y las amenazas. A diferencia de los viajeros medievales, quienes evaluaban los riesgos personales antes de partir a la aventura, los riesgos modernos se presentan como globales, catastróficos y caóticos hecho por el cual el sujeto se ve envuelto en un sentimiento de impotencia. En este contexto, Beck sugiere que la magnitud de este cambio es directamente proporcional con respecto al nivel de producción de las sociedades. A mayor «desarrollo» económico mayor probabilidad de experimentar estos riesgos (Beck, 2006).

Siguiendo el argumento anterior, A. Giddens sostiene que el riesgo fue inicialmente un concepto acuñado por los exploradores españoles y portugueses luego de la Conquista de América para simbolizar las eventualidades que encontraban a su paso. Si bien las culturas anteriores a la modernidad tenían un concepto definido del miedo, no hablaban expresamente de riesgo. Esta noción sólo es viable en una sociedad que se orienta hacia el futuro y trata de olvidar su pasado; la aplicación de la palabra riesgo se encontraba vinculada a la incertidumbre o el temor que inculcaba en el explorador un espacio desconocido (Giddens, 2000). Una definición operacional de riesgo se refiere a las probabilidades de concreción de consecuencias indeseadas producidas por cierto evento ajeno al sujeto el cual a su vez puede afectarlo en forma parcial o total (Tierney, 1994). Sin embargo, el riesgo no parece una construcción social impuesta por sí misma, sino que se inscribe dentro de la misma comunicación y el carácter de contingencia.

Poder y Contingencia

A diferencia de otros autores que vieron en el poder algo acumulable en una sola persona, Luhmann enfatiza en el carácter relacional y comunicacional del poder, dirigida por un código el cual moviliza las relaciones entre las personas. La posibilidad del subordinado de elegir como comportarse se encuentra vinculada a la expectativa que alter ejerza alguna acción. Existe, en consecuencia, una dicotomía (un binomio) entre las acciones posibles que una persona puede seguir. A bueno se le opone malo, a blanco se le opone negro, a alto, bajo y sucesivamente. Siguiendo las contribuciones estructuralistas, el autor afirma que se dan sustitutos que permiten una comprensión del mensaje de poder.

1)    Las jerarquías «postulan» las relaciones no simétricas de poder
2)    La historia del sistema naturaliza ciertos hechos en detrimento de otros.
3)    Los convenios semi-estructurales previenen futuras deslealtades o retiros

La complejidad reducida del medio transmitida por la comunicación relacionándose con las discrepancias. En uno de sus pasajes, el sociólogo alemán escribe «el poder es comunicación guiado por un código. La atribución del poder al poderoso está regulada en este código por los resultados de amplio alcance que conciernen al refuerzo de motivaciones que cumplir, responsabilidad, institucionalización, dando una dirección específica a los deseos de cambio. Aunque están actuando ambas partes, cualquier cosa que ocurra se le atribuye solamente al poseedor del poder» (Luhmann, 1995: 23).

En efecto, el portador de poder queda escindido en la realidad como el único responsable de las situaciones que se van suscitando. El ejemplo más claro de esta realidad, es el desgaste político que parece observarse en últimos tiempos en Estados Unidos. Si seguimos con atención veremos que Bill Clinton terminó su mandato con un bajo índice de aceptación a la vez que su contrincante, el republicano George W. Bush accede a la presidencia de ese país. Paradójicamente, luego de dos guerras (invasiones) a Medio Oriente y con una de las mayores crisis de su historia entre manos, Bush se repliega con un bajo índice de «popularidad» para dejar la presidencia al senador demócrata B. Obama. Esta seguidilla alternada de símbolos refleja la tesis de Luhmann a la perfección. El anonimato de quienes mantienen el poder informal, en este caso los electores, se ve expresado en una persona o una institución que detenta el poder formal. Pero éste último tiende a debilitarse con mayor rapidez que el primero. En efecto, es posible que se deteriore la imagen de un presidente con mayor frecuencia que decline la confianza en el sistema democrático.

El tratamiento del autor con respecto a la acción insiste en que su función es actuar como productor de posibilitadores de selección. «El poder puede hacer demandas a la voluntad, la puede obligar a absorber riesgos e inseguridades, incluso la puede llevar a la tentación y dejarla frustrada. Los símbolos generalizados del código, los deberes e insignias del cargo y las ideologías y condiciones de legitimización sirven para ayudar al proceso de articulación, pero el proceso mismo de comunicación sólo cristaliza motivos cuando se está ejerciendo el poder» (Ibíd. 31). Los portadores de poder son frecuentemente portadores también de éxitos o fracasos aun cuando ellos no quieran serlo. Luhmann nos permite comprender que es el poder el mecanismo que conlleva la clasificación binaria. Todo lo que hay de moral en nuestro código de comportamiento deriva del poder. Sólo éste origina la relación de las relaciones haciendo surgir la posibilidad de combinar evitables o consideradas negativas con otras positivas.

Por otro lado, la liquidez del poder (como la del dinero) se da por la replicación de acciones derivadas y ancladas en un subcódigo que se suceden secuencialmente. Es aquí, donde Luhmann ensaya una proposición innovadora: la creación de cadenas de poder que integran el poder corporativo e individual. La cadena de poder no es otra cosa que una transferencia de subcódigos que ayudan a regular el poder y mantener a la estructura funcionando. En la medida en que le poder corporativo (organizacional) de la estructura disminuye, aumenta el personal y viceversa. Las cadenas (como en el lenguaje) permiten una fluidez de relaciones de reciprocidad entre los agentes sociales. Para ser más exactos, «la formación de cadenas tiene la función de hacer asequible más poder del que puede ejercer un poseedor de poder, de hacer asequible todo el poder, en el caso límite  de las elecciones políticas, a aquellos que de ningún modo pueden ejercerlo. De este modo, la formación de cadenas hace posible que haya aumentos de poder que sobrepasen la capacidad de selección del portador del poder individual. La artificialidad de este aumento de poder se refleja en las demandas que impone en el código de poder; por ejemplo, no puede realizarse sin una esquematización binaria» (Ibíd. 59).

El poder organizativo se basa sobre el control de la contingencia. Por ejemplo, las crisis económicas implican peligro de despido y con éste una propensión mayor de los empleados de acatar las normas. En este sentido, el poder personal queda circunscripto y limitado a un poder estructural. Al restringirse la oferta laboral, los ya ocupados ven sus situaciones y expectativas disminuir. Ante este escenario, sus perspectivas de poder disminuyen mientras aumenta las perspectivas de las empresas. Si bien la mayoría de las empresas, basan su poder en «la amenaza de despido», solo en raras ocasiones ella es posible. Esta constante amenaza permite dirigir las conductas de los agentes hacia determinados objetivos. Sin embargo, cuando las circunstancias cambian y existe mayor demanda laboral que oferta, los empleados retoman el poder personal poniendo condiciones al círculo empresario. En resumen, el poder no puede ser concebido fuera de las relaciones de convivencia entre los agentes. El poder organizacional por su propia esencia ayuda a manejar las reglas contingentes y a debilitar el poder personal. Por medio de la imposición normativa, la estructura impone una cadena de códigos que en combinación con incentivos y castigos determinan la posición del actor con respecto a sus posibilidades.

Este juego, lejos de ser potestad de un sector, se constituye relacional y autoreflexivamente como un código lingüístico. Sin lugar a dudas, el poder en el tratamiento luhmaniano adquiere una naturaleza semiótica. No obstante, he aquí el escollo mayor de esta teoría. Luhmann considera al poder como algo naturalmente dado y en consecuencia acumulable. Éste, a su vez, parece ser tan acumulable hasta el grado de «convertirse en poder total». Esta creencia, no sólo que es insustentable desde lo teórico sino que es esencialmente falsa. Si partimos de la base que el poder es un código que nace como parte de la limitación del propio ser ante la incertidumbre del alter o su medio, es imposible hablar de un «poder total», por cuanto entonces ya no es poder. Tautológicamente, Luhmann confunde los términos y asume que el poder ayuda al sujeto a reducir la complejidad del sistema. Sólo aquel limitado en sus posibilidades puede adquirir poder. Aclarados los puntos importantes del tratamiento político de Niklas Luhmann, cabe aclarar que su desarrollo cae en una contradicción irremediable. Si el poder parte desde la misma finitud del ser, ¿cómo se puede sustentar la idea de un poder total? Parece en este sentido, que Luhmann cae en la misma contradicción que se le ha criticado históricamente a Durkheim. El ser humano es un ser político en principio por la sencilla razón que es finito, y en parte es finito porque su actuación en la línea del tiempo es acotada. La muerte es el principio político por excelencia a la vez que también es el elemento central de toda estructura relacionada con el poder. En este punto, las limitaciones de Luhmann consideramos que pueden ser mejoradas si se aborda el tema desde una perspectiva filosófico-existencialista como la de J. P Sartre o M. Heidegger.

Riesgo y Lenguaje

El riesgo no puede constituirse si no existe previamente una ganancia percibida. Para N. Luhmann, los sistemas que alcanzan cierta complejidad pueden ver el futuro como «espejo» del pasado y orientarse semióticamente. El riesgo es el producto de la contingencia de la decisión del sujeto con arreglo a una utilidad estimada. Su tesis enfatiza en que la sociedad moderna representa el futuro como «riesgo» para superar la «paradoja del tiempo». El presente funcionaría de nexo restrictivo entre la certidumbre del pasado y la incertidumbre del futuro. En otras palabras, no hay nada que hacer para modificar el presente o el pasado, sin embargo lo que hacemos en el presente modifica el futuro. A medida que la técnica y la Ciencia avanzan hacia lo novedoso, mayor es el esfuerzo que debe realizar el sistema en la adopción de alternativas y decisiones, hecho por el cual se multiplican los riesgos. Lo expuesto contribuye a que los peligros que siempre han asechado a los seres humanos de todas las épocas, se transformen en riesgos. En efecto, la valorización social del cálculo implica cierta imprevisibilidad en el daño, y por supuesto, el riesgo es el código necesario para intelectualizar esa amenaza que afecta la utilidad (Luhmann, 2006: 95) 2. Todo riesgo se encuentra vinculado a una decisión previa por parte del sujeto involucrado. El peligro, por el contrario, implica una amenaza que es infligida sobre quien no ha tenido injerencia en el proceso decisorio. El azar de lo imprevisible, también otorga al sujeto de ciertas cuotas de placer.

Según N. Luhmann, Beck equivoca su desarrollo del riesgo por dos motivos centrales. En primer lugar, éste se encuentra más preocupado por alarmar a la sociedad de cómo riesgos no percibidos se pueden convertir en reales amenazas que en comprender el fenómeno. Segundo, el riesgo no sólo está vinculado a la racionalidad técnica sino a la posibilidad de ejercer la decisión en una realidad contingente. El riesgo se configura como tal siempre y cuando pueda ser evitable por el sujeto. Luhmann propone que el riesgo no puede ser reducido a menos que se reduzca la posibilidad del sujeto de decidir, lo cual es un absurdo. En este contexto, el autor considera «si no hay decisiones con la garantía de estar libres de riesgo, debe abandonarse la esperanza (que un observador de primer orden podría todavía tener) de que con más investigación y más conocimiento podríamos pasar del riesgo a la seguridad. La experiencia práctica nos enseña que ocurre más bien lo contrario» (Luhmann, 2006: 74). En esta línea de análisis, cuanto mayor cálculo racional exista, mayor será el riesgo y consecuentemente la inseguridad. En parte, la cadena de riesgos en aumento se encuentra vinculada al avance tecnológico y científico.

Al respecto, escribe J. P. Sartre el hombre que en su libertad de elección se ve comprometido con su propia existencia se encuentra vinculado a un sentimiento de angustia. Asimismo, ella no es propia inacción sino que surge de la responsabilidad por la decisión que se ha adoptado. Un jefe militar si toma la responsabilidad de atacar tiene a su cargo una cantidad de soldados de quienes depende su vida; de la interpretación de una persona que ejerce la jefatura surge la angustia ya que enfrentan una pluralidad de alternativas pero sólo una puede tomar (Sartre, 1997: 18). En la constitución existencial del ahí, Heidegger considera que el miedo se fundamenta en tres etapas inter-conexas entre así: el ante qué del miedo, el tener miedo y el por qué del miedo. En el ante qué el miedo se transforma en «temible» y amenazante. A su vez, lo amenazante comprende que: 1) lo compareciente adquiere la forma de perjudicial, 2) tal perjudicialidad apunta a cierto ámbitos de entes que pueden ser afectados por ésta; 3) surge la inquietud como una experiencia proveniente de la propia zona, 4) lo perjudicial no se encuentra todavía en una cercanía dominante pero se está acercando y 5) el acercamiento se da en la cercanía. En cuanto a lejano, el acercamiento no revela su temor pero cuando se acerca lo perjudicial se construye como «amenazante» en la idea que puede tocarnos, alcanzarnos pero no es exacto, quizás pueda no tocarnos (Heidegger, 1997: 164).

La angustia de lo posible

Los posibles del hombre se tornan angustiosos porque está en él su construcción y manutención. Sartre define a la angustia como «el reconocimiento de una posibilidad  como mi posibilidad, es decir, que se constituye cuando la conciencia se ve escindida de su esencia por la nada o separada del futuro por su libertad misma. Esto significa que un nada nihilizador me quita toda excusa y que, a la vez, lo que proyecto como mi ser futuro ésta siempre nihilizado y reducido a la categoría de simple posibilidad porque el futuro que soy queda fuera de mi alcance» (Sartre, 1998: 79). El autor pone un ejemplo que a grandes rasgos sintetiza su tesis, puedo comenzar un libro y no estar seguro de terminarlo, en la posibilidad de cuestionamiento de mi destino deviene la angustia. Finalmente, el autor sostiene que la huida ante la angustia debe comprenderse como una «distracción del porvenir»; un acto por el cual el ser busca una ficcionalización que niega el propio pasado. La vida al igual que un viaje se constituye como un proceso cerrado y asilado cuyas contingencias pueden moderar el fin pero no alterarlo radicalmente. Se aguarda por la llegada del tren de Chartres, porque sé ha salido hacia Paris. Claro que la formación puede retrasarse incluso sufrir un accidente pero no se puede suprimir dicha entrada (Sartre, 1998: 654).

A la reflexivilidad cognitiva que caracterizaba la vida de los siglos anteriores se le ha reemplazado por una reflexivilidad estética que rechaza de plano todo tiempo cronológico y cálculo utilitario. Una de las características de la modernidad es el vaciamiento progresivo de sentido de los espacios y el declive de las relaciones sociales. Al capitalismo industrial organizado le sucede un capitalismo desorganizado que no conoce de jerarquías sino de redes de intercambio de servicios abstractos entre el centro y la periferia. Dentro de éste contexto, Lash y Urry sugieren que los desarrollos de U. Beck como de A. Giddens con respecto al riesgo deben ser examinados nuevamente (Lash y Urry, 1998: 30).

En este sentido, los autores escriben, textualmente, «acabamos de esbozar las economías cambiantes de signos y de espacio que suceden al capitalismo organizado. Examinamos las trayectorias de objetos (bienes, capital, dinero, comunicaciones, mercancías) y de sujetos (fuerza de trabajo, inmigrantes, turistas), que en el pasado reciente se han acelerado y han ampliado sus recorridos. Es un estado de cosas que entusiasma, pero sus consecuencias inquietan. Estas consisten en que la aceleración, que distancia las relaciones sociales a la vez que comprime tiempo y espacio, conduce a vaciar sujetos y objetos. Esta movilidad acelerada determinan que los objetos se hagan descartables y pierdan significación, mientras las relaciones sociales se vacían de sentido» (Lash y Urry, 1998: 53).

No obstante, la idea apocalíptica de un vaciamiento total, Lash y Urry sugieren que la postmodernización trae consigo una reflexivilidad que profundiza y abre muchas alternativas positivas para los vínculos sociales tales como la intimidad, amistad o el ocio. Uno de los problemas que han tenido tanto Beck como Giddens en su análisis de la reflexivilidad es trivializar el papel de la estética y centrar su trabajo exclusivamente sobre lo cognitivo. La lectura de Beck enfatiza en que existen tres estadios que vincula la producción material a los riesgos: preindustrial, industrial y del riesgo. Si se parte de la base que las sociedades preindustriales no producían riesgos sino que vivían también las amenazas de la naturaleza, éstas no eran directamente provocadas por el progreso técnico. Por el contrario, las sociedades industriales modifica la situación instaurando la incertidumbre asignando responsabilidades a los agentes externos con respecto a la generación de riesgos. Se da una especie de secularización de las causas de la catástrofe, que hasta ese momento habían sido atribuidas a los dioses. En esta fase, la Ciencia se presenta como la disciplina encargada de detectar y prevenir los desastres futuros. Finalmente, la sociedad del riesgo se distingue de sus dos tipos anteriores por lo incalculable del riesgo. Si la sociedad burguesa admitía a las clases sociales como responsables de las amenazas, la del riesgo desdibuja los límites entre la culpabilidad e inocencia a la vez que extiende los riesgos y amenazas a toda la población sin ningún tipo de posibilidad de respuesta (Beck, 2006) (Lash y Urry, 1998: 56).

Particularmente, se debe recurrir al concepto maussiano de modernización. Uno de los problemas de Giddens es que establece su idea de modernidad en forma cognitiva, vinculando la teoría del yo psicológico pero sin ningún tipo de significante estético. En este contexto, Lash y Urry afirman «la subjetivización del espacio avanza sobre todo por la transformación de las redes de comunicaciones, de información y de transporte. El desarrollo de las metrópolis globales distorsiona las coordenadas espacio-temporales del espacio natural» (Lash y Urry, 1998: 84).  En este sentido, en vez de recurrir al símbolo del espacio como lo hace Giddens, se debe concebir su alegoría. Mientras el símbolo se constituye como una versión privada del espacio cuyas características son jerárquicas y estructurales, la alegoría bucea por la hermenéutica y la reflexivilidad estética. Ello rompe con la idea romántica de la comunidad (gemeinschaft) para instaurar un espacio que se produce constantemente así mismo. Sin embargo, ello no significa un vaciamiento total sino una nueva reconfiguración que se determina por el declinar del lazo social. El poder de la imagen hace su aparición en la vida social del sujeto subordinando todas sus instituciones y desdibujando los alcances del espacio cartesiano. En palabra de los propios autores, «ahora bien, hemos tenido en esto un desacuerdo importante con Beck y Giddens. En primer lugar, el elemento estético, se trasunte en la vida popular, el cine, el ocio o el turismo, es esencialísimo a esta nueva condición que llamaremos postmoderna. En segundo lugar, nos afirmamos en la idea de vincular esa condición a cambios político-económicos. Opinamos que sólo en la modernidad tardía (o posmodernidad) una reflexivilidad estética ha llegado a penetrar los procesos sociales» (Ibíd.: 82).

Siguiendo este desarrollo, los marcadores de lugares que caracterizaban al espacio premoderno (prácticas sociales) se han vaciado de su sentido dando lugar a un espacio abstracto que no busca ser vivido sino apreciado. Siguiendo este argumento, la personalidad heroica, no sólo en el deporte sino en otras esferas de la vida diaria provee al sujeto la excepcionalidad que les negada en su lógica laboral diaria. Con restitución, el héroe se constituye en cuanto a características específicas mitológicas que lo hacen extraordinario; pero lejos de ser un personaje feliz, el héroe en la mayoría de las mitologías es sacrificado o lleva una vida de un enorme pesar.

La tragedia

En efecto, la obra de Kierkegaard rondan alrededor de la Fe religiosa y la sanción ético-moral cristiana como es el caso de Temor y Temblor, y la angustia que experimentan los hombres al enfrentarse a una decisión en el propio ejercicio de su liberad. En su análisis Kierkegaard introduce el rol de la culpa como un componente ético fundido en la reflexibilidad del sujeto. En consecuencia, el sufrimiento asociado a la piedad y la culpa dan origen a la tragedia.

La tesis principal del autor es que el hombre moderno supedita la responsabilidad a la acción de cada uno pasando de la pena, según la conceptualización antigua, al dolor (pero sin un destino fijo). Sus contribuciones al tema en estudio, versan en las siguientes líneas principales: a)  la solidaridad en la modernidad se encuentra debilitada por el aislacionismo y el culto al número; b) el número tiene como característica principal partir lo similar en algo diferente (Kierkegaard, 2005: 16-19); c) a diferencia de los animales, sólo el hombre se angustia por tener consciencia de la responsabilidad y tener la habilidad de sustituir continuamente el presente por un pasado; d) la desesperación es la negación de la eternidad del hombre, a la vez que negada siempre regresa a él y entonces desespera -o una vez negada cae en la desesperanza de no poder acceder a la eternidad desesperación inconsciente o de aceptarla desesperación consciente- (Kierkegaard, 2006: 15-18); e) la desesperación por la pérdida -de algo u otro- parte de uno mismo y no por la separación en sí más que por tener que seguir viviendo sin el otro yo; mas en mí ese otro es recordado (Kierkegaard, 2006: 23); el temerario percibe un peligro y se dirige a éste con la esperanza de ser ayudado mas sucumbe mientras que el creyente, por su fe en, confía abandonándose a la idea de la no pérdida (ibid: 40-45); f) el joven vive en la ilusión de cara a toda una vida mientras el anciano vive del recuerdo y esa ilusión se reduce a la forma en que la juventud es recordada, la pérdida se soporta más cuando pasan los años. Sin embargo, ambos desesperan de diferente forma, los ancianos lo hacen en el arrepentimiento de lo vivido mientras los jóvenes en la incomprensión de su futuro (Kierkegaard, 2006:56-57).

Siguiendo el argumento kierkegariano, podríamos afirmar que la tragedia se simboliza de afuera hacia dentro y permite al sujeto adquirir un protagonismo que de otra manera le es negado. Lo peor por suceder no sólo habla de un instinto de importancia sino también de egocentrismo sin precedentes en la historia de la humanidad. En efecto, para Kierkegaard, nuestra época parece lo suficientemente melancólica como para  reconocer la responsabilidad aun cuando pocas personas la ejerzan. De esta forma, la aplicación de la autoridad se disocia de la responsabilidad tanto del momento como del cargo. La conservación de la figura del Rey en la mayoría de las monarquías europeas pero a la vez carentes de responsabilidad directa sobre las decisiones de la esfera política es un ejemplo irrefutable de lo expuesto. Este hecho sugiere la máxima expresión del aislamiento y el debilitamiento del Estado moderno. Si para Aristóteles de Estagira, las razones de ser de la tragedia son razonamiento, carácter y fin con arreglo a una sustancial indiferencia hacia la acción individual, la tragedia moderna -por el contrario- dota a su héroe de una conciencia reflexiva aislada del Estado y la Familia. Lo importante, en estos casos, es la situación por la cual el protagonista sucumbe o se mantiene y las acciones individuales que lo llevan a tal fin.

Por ese motivo, observamos cierta tendencia en la actualidad de hacer que todo lo fatal se transforme en individualidad. La figura del héroe carga sus propias acciones y de ellas se le responsabiliza totalmente en un tiempo presente que no necesita de pasado. Su culpa descontextualizada se convierte en ética y el mal en el objeto privativo de la tragedia. El hombre es responsable de su propia vida; supongamos que de niño fue maltratado o abusado y de joven incurrió en algún tipo de vicio que lo arruinó por completo; en este ejemplo dice Kierkegaard, si el héroe sucumbiera y no se levantara no se estaría, pues, en presencia de una tragedia sino de la maldad llana. Esta representación (cómica) del hombre moderno ajeno a su Dios, Estado y Familia llevan al desarraigo espiritual.

En el pensamiento clásico la tragedia se componía de dos elementos: el terror y la conmiseración. No obstante, diferente es el tratamiento en Kierkegaard en lo que respecta a la tragedia moderna la cual se descompone en dolor y pena. En la tragedia antigua la pena es más honda y el dolor más superficial, en la moderna el dolor es mayor que la pena. En el dolor, el hombre ensaya una meditación sobre el sufrimiento que no se observa en la pena. Psicológicamente, el niño no es lo suficientemente reflexivo como para sentir dolor, como el adulto, pero su pena es profunda. En este contexto, en la tragedia antigua -como en la niñez- la pena adquiere una mayor profundidad en comparación a la moderna. En resumen, el sufrimiento asociado a la piedad y la culpa dan origen a la tragedia. Es una culpa original desprendida de la acción (delito). El ejemplo más claro es en Kierkegaard la vida de Cristo por la cual su sufrimiento le es impuesto sin que su propia acción individual pueda interferir. Su culpabilidad en el sentido griego bucea en el mundo de la pena. A diferencia de ello, el hombre moderno supedita la responsabilidad a la acción de cada uno pasando, como ya se ha dicho, de la pena al dolor (pero sin destino). El héroe trágico, a diferencia del Padre de la Fe, adquiere un carácter egoísta ya que incluso en su dolor busca el beneficio personal, abandonándose en sí-mismo.

Muy diferente es el tratamiento de la tragedia que hace F. Nietzsche. En su trabajo publicado originalmente en 1872 y titulado Die Geburt der Tragodie aus dem geiste der Musik (El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música), luego llamado -alternativamente- el Origen de la Tragedia, Nietzsche enfatiza en la coexistencia de dos tipos de espíritus en el mundo del arte: el apolíneo y el dionisíaco. En efecto, se pregunta el autor ¿cuál es la razón del arte griego? ¿qué significa la tragedia nacida de él? En oposición a Kierkegaard, Nietzsche parte de la base que conceptos como «bien» o «mal» obedecen a un arbitrio «indiferente» surgidos del seno del Cristianismo, el mundo sólo puede ser justificado como «fenómeno estético». Nietzsche ve en este movimiento una negación del propio mundo, en el sentido en que «del cristianismo como la más aberrante variación sobre el tema moral que ha sido dado a oír a la humanidad hasta el presente» (Nietzsche, 2008: 17). Con una influencia notable del filósofo romano Lucrecio, Nietzsche sostiene que inicialmente, a pesar de todos los esfuerzos humanos es «imposible» que el mundo apolíneo detenga el imparable avance del dionisíaco. En cierta manera, el pathos trasciende al logos. Apolo en los griegos representaba el deseo de todas las fuerzas creadoras expresadas en el principio de individuación, sabiduría, alegría y belleza a lo cual se lo comprende en analogía al sueño el cual por aparente deja un vacío en la existencia del ser; el que despierta de un sueño claro que quisiera seguir soñando. Por el contrario, la embriaguez se asocia indefectiblemente al espíritu dionisíaco el cual por medio de su acción narcótica lo arrastra en su subjetividad hasta el grado de fundirse en un «uno» y olvidarse de sí mismo.

El estado moderno parece la más fiel expresión del triunfo temporario del orden apolíneo. El origen de la tragedia debe encontrarse en el coro trágico como la forma sublimada de representación de todo lo horrible que existe en la naturaleza en el hombre. La introducción del coro en la tragedia ha sido un acto por el cual se le ha declarado la guerra al naturalismo en el arte. Con éste han devenido posteriormente los museos y las figuras de cera y todo lo que es pseudo-ideal en el mundo del arte. En su desarrollo, Nietzsche sugiere retornar al mundo de la estética y abandonar la ética y moral de los idealistas.

La personalidad del Héroe

La mitología comparada ha permitido comprender un poco más sobre la morfología semántica del héroe en términos del profesor Bauzá. Según el especialista, el héroe debe cumplir con ciertos puntos de los cuales nos ocuparemos a continuación. En este sentido, el profesor Bauzá nos explica: «de entre los diferentes rasgos que caracterizan al héroe existe uno muy significativo que se erige como común denominador de esta figura en todos los tiempos: el de ser un transgresor, pero para alcanzar esa categoría heroica esta transgresión debe apuntar hacia lo ético. En efecto, por la transgresión el héroe se eleva por encima del establishment histórico-político que pretende coaccionarlo, y lo que es más importante, mediante su acción intenta también apartarse del determinismo fatalista y convertirse en artífice de su propio destino» (Bauzá, 2007: 162). Semántica y morfológicamente, la figura heroica originariamente adquiere un origen divino que a la vez la vincula con los dioses, sin embargo, su naturaleza humana y parte mortal lo obliga a emprender un largo viaje plagado de peligros en busca de «la inmortalidad». La desgracia puede llegar de diferentes maneras: simplemente por codicia o por un error estos personajes son castigados dando origen de esa forma al héroe trágico. En algunos casos, es recibida por gracia divina en base a la propia castidad y moralidad, en otros por mérito propio mediante la demostración de destreza en el campo de batalla; como sea el caso, las sociedades construyen a sus héroes para auto-proclamarse por encima de otros hombres o para perpetuar un régimen político determinado (Bauzá, 2007).

De esta forma, y citando las conclusiones de Lord Raglan y V. Propp, Bauzá traza un esquema que nos ayuda a comprender al héroe, quien, en primer lugar nace de una madre (virgen o no) y padre pertenecientes a la realeza en concepciones casi inusuales (como el caso de Cristo) o total desconocimiento de su propio origen (Edipo); en segundo lugar, de niño es arrebatado de los brazos de sus padres producto de alguna profecía o abandonado al lecho de un río y rescatado por una familia de origen humilde, una vez crecido el héroe asume su origen noble regresando del destierro a reclamar su reino; enemistado con los dioses diversos obstáculos son puestos en su camino y con los cuales éste deberá lidiar y derrotar. Finalmente, por posesión demoníaca, efecto de la magia o ataque de ira, el personaje heroico comete un crimen que debe expiar con su propia vida o con el destierro. Su muerte generalmente se da en una corta edad, su cuerpo es redimido por el fuego o el agua y se mantiene fuera del alcance de los hombre ya que se supone entra al cielo en cuerpo y alma. Dentro de esta categoría, Bauzá enumera y narra brevemente los relatos en cuanto a los clásicos Edipo, Gilgamesh, Cristo, Heracles, Sigfried, Prometeo, Aquiles etc. Las clasificaciones heroicas pueden tomar diferentes ribetes, sagrados, profanos, históricos, epónimos o simples mortales (Farnell, 1921).

A lo largo del tiempo, los mitos han sido fragmentados o adaptados a las necesidades de los pueblos que los crean o los reciben, en dichas alteraciones existe indudablemente un uso ideológico llevado a cabo con el fin de legitimar determinada acción política. El carácter destructivo o civilizador que la propia sociedad le otorga al personaje, sigue parámetros propios que se relacionan con prácticas específicas; por ejemplo, legitimando expansiones territoriales o conquistas deportivas. Los viajes, expediciones y travesías están en estos relatos a la orden del día; ellas no sólo se pueden llevar a cabo por todos los confines de la tierra conocida sino también en la Infra-mundo o mundo trascendental donde habitan los espíritus, dioses o ancestros. El arquetipo heroico asume mayor grandeza cuando más extrañas, inhóspitas, duras y lejanas son las tierras visitadas; así el retorno refuerza su origen divino-humano. El prestigio se torna proporcional al sufrimiento. En este sentido, el autor escribe «pensamos que las narraciones heracleas conforman un mito precisamente porque los relatos en torno a este personaje singular trascienden los límites de su figura, se proyectan en una dimensión universal – en tanto que el héroe en sus viajes recorre la totalidad del mundo entonces conocido, incluso el de ultratumba-, y adquieren de ese modo marcado carácter simbólico» (p.41).

Por lo general, en sus viajes atraviesan diversos obstáculos enfrentando a seres sobre-naturales que vencen con facilidad, en ocasiones estos seres son enviados por algún dios celoso o por la misma soberbia del personaje. Luego tras un proceso final de apoteosis la figura heroica se transforma en un mediador entre el mundo de los dioses y los hombres; su vida biografía y personalidad no sólo son recitadas una y otra vez de generación en generación sino imitadas y manipuladas por las diferentes estructuras.

En el siglo XVII, un abad llamado Giambattista Vico (1964) propuso estudiar a las naciones mediante una concepción historiográfica-cíclica comparable al crecimiento de una persona y compuestas por tres etapas: en una primera fase las naciones se vinculaban con la era de los dioses, luego de los héroes y, finalmente, la de los seres humanos. Asimismo, el pensamiento humano se descompone de un factor racional y otro irracional. Siguiendo el lineamiento levistraussiano (claro ésta mucho tiempo antes), Vico sostiene que el mito no es un producto demoniaco, como pensaban la mayoría de los pensadores escolásticos, sino resultado de la imaginación humana. En definitiva, el mito es la conformación simbólica entre el orden cultural y natural, tesis ampliamente defendida mucho tiempo después por Claude Levi Strauss (2003).

Utilizando este marco teórico como punto de partida, Bauzá explica que en los mitos se plantean interrogantes que no sólo obedecen a preguntas filosóficas sobre los orígenes del mundo sino que además indagan sobre la naturaleza humana inserta en ese mundo. Luego de una erudita revisión de literatura en la materia, el profesor Bauzá analiza la función del héroe en el deporte moderno cuya imagen es creada y amplificada por los diferentes medios masivos de comunicación. Al respecto, Bauzá explica «un hecho sugestivo respecto del mito del héroe en los tiempos modernos es que éste exalta preferentemente a figuras de la canción y el deporte. Las circunstancias que determinan el porqué de esos gustos son variadas y en ellas los mass-media desempeñan un rol importante. Merced a los medios masivos de comunicación -que difunden por doquier las artes y las destrezas de estos ídolos de la modernidad- éstos alcanzan proyección universal» (Bauzá, 2007: 163). Los espectadores buscan las imágenes modernas, como formas anestésicas exacerbando los triunfos y las derrotas como propias, y proyectando las frustraciones de lo que cada uno de nosotros hubiera querido ser. El imaginario popular entremezcla de esta manera, ídolos con héroes y crea sus leyendas acorde al tiempo en que se encuentran insertos. En condición de una figura extraordinaria, el deportista entra en competencia articulando mecanismos simbólico-rituales de referencia y status; su fin es la conquista de la cima, lo elevado el lugar lejano al que la mayoría de los «mortales» no han podido llegar.

Generalmente, advierte Bauzá, existen comportamientos (patológicos) de fanatismo en cuanto al héroe -culto desmesurado- producto de la despersonalización, la fragmentación social, el aislamiento, y la masificación que diariamente sufre el hombre moderno; así los rituales deportivos se transforman en espacios públicos de descarga donde los hombres ponen en juego sus frustraciones, necesidades y miedos. Por tanto, la excesiva carga emocional puesta sobre esta clase de personajes hace a los hombres susceptibles de ser manipulados cuando el poder político crea, mantiene o difunde sus imágenes. Esta idea, fue ya trabajada por C. Léveque (1984) a propósito de los juegos en la Antigüedad; como entonces, retoma Bauzá en la actualidad, fútbol, boxeo, rugby y otras disciplinas deportivas corren el peligro (al ser multitudinarias) de ser manipuladas ideológicamente. En esta circunstancia, los héroes deportivos (como exponentes de otras características como cantantes, actores o intelectuales) involuntariamente se prestan a legitimar órdenes políticos sin ninguna resistencia aparente. En efecto, sugiere G. Dumézil «militar o deportiva, escénica y a veces hasta intelectual, realizada en provecho o bajo los colores de la colectividad, crea, aun en nuestro tiempo, un héroe nacional; cumplida fuera del cuadro, produce cuando menos un campeón, una vedette, un laureado cuya vida se torna de la noche a la mañana gloriosa y a veces lujosa. La hazaña es como un concurso ganado, que asegura promoción» (Dumézil, 1990:135). El profesor Dumézil ha explicado convincentemente que ningún héroe es tal sin un destino.

A modo de reflexión

El destino del héroe le da la importancia necesaria para poder trascender por medio de la leyenda. En este contexto, el hombre moderno apela al arquetipo mítico del heroísmo no sólo para sentirse importante y trascender los límites materiales o simbólicos impuestos por la lógica estructural, sino que imagina lo peor para sentirse vivo. La imaginación de la tragedia contribuye y devuelve las esperanzas pérdidas. Valores como la impersonalidad y la rutina son restituidos por medio de mecanismo que apelan a altos grados de impacto emocional como ser el fin del mundo, o el Apocalipsis. La imagen de la tragedia lleva al sujeto postmoderno directo hacia la desesperación, pero no retorna a su estadio inicial; en consecuencia, el sujeto queda inmerso en una desesperación continúa. Imaginar siempre lo peor (que es improbable pero posible) provee a la mente del sustento necesario (obsesivo) para evitar la verdadera desgracia cuando ésta suceda.

El «yo» postmoderno se encuentra cercenado y condicionado por la lógica legal racional la cual lo homogeneíza en procesos de trabajo rutinarios. A la necesidad de emancipación se le suma una imperiosa voluntad por la diferenciación. En la postmodernidad, lo heroico o el arquetipo del héroe, fenómeno inherente a épocas antiguas, emerge transformado. Su función, ahora, es dotar al hombre moderno de una diferenciación con respecto a otros. El hombre moderno tiene la necesidad de sentirse diferente a los demás. Pero en esa diferencia reclama superioridad e indiferencia. El hombre se torna gregario en su necesidad y limitación; la postmodernidad ha hecho del hombre un ser antisocial no por su carácter disgregador o por la crisis de sentido que reivindican los filósofos surrealistas, sino porque prolonga la vida biológica del yo. Si el hombre llegará o no a la inmortalidad orgánica es un asunto difícil de resolver, pero esa tendencia es incuestionable. A la «muerte de Dios» nietzscheana se le antepone la necesidad de ocupar ese lugar. Por ese motivo, no es extraño observar en los últimos años filmes, series televisivas dedicadas a la lucha entre el bien y el mal, así como también a ciertos arquetipos de la mitología judeocristiana como ser los demonios y los ángeles. En tanto que entidades supra-terrenales, los ángeles cumplen un papel importante similar al de los héroes, porque no sólo simbolizan un estadio superior al humano en comunicación directa con Dios sino también cumplen el rol de intermediarios o «protectores» entre el mundo divino y el profano.  El hombre moderno en búsqueda del sentido total o del conocimiento total, que vaya paradoja, solamente los dioses pueden ostentar, le deviene el pánico y un sentido anverso de constante protección. Ver el mundo tal cual es parece una situación imposible de aguantar, incluso para el mismo Nietzsche. Tal vez, el mito hebraico sobre la rebelión de Lucifer (si entendemos a la luz como metáfora del conocimiento) o la tentación de Adán y Eva algo tengan para decir en la materia desde el momento en que ambos enfatizan la tensión inevitable entre razón y emoción, pero sería desviarnos demasiado de nuestro tema que nos convoca.

Por otro lado, la ficcionalización de lo trágico tiene dos funciones específicas: una de ellas, la más importante, es proveer al sujeto de las emociones y la importancia que le ha sido negada por la imposición de una lógica fría e impersonal pos capitalista, generando una verdadera personalidad heroica. Segundo, restituye a la sociedad del goce que necesita para seguir viviendo. En los últimos años, hemos sido testigos de diferentes ficcionalizaciones de este calibre, desde la reciente gripe A hasta el Sars o el atentado al WTC, incluso la última crisis financiera en los Estados Unidos de América. Todos ellos han tenido un importante impacto emocional negativo sobre la audiencia, al temblor y estado de pánico que sobreviene después de cualquier crisis le acompaña un sentimiento positivo de esperanza cuando el sujeto constata como sus peores pesadillas han quedado atrás. Esta nueva manera  de gozar característica de la postmodernidad se  encuentra (indudablemente) vinculada al yo heroico y a la necesidad de trascendencia; lo paradójico es que la obsesión por la trascendencia del cuerpo niega lo espiritual. En otras palabras, a medida que el hombre intenta prolongar su vida biológica se ve disminuido su ego psicológico porque sólo quien muere puede trascender. Vivir para siempre implica no ser nada, ni ser nadie para nadie. Un alto precio que paga el hombre postmoderno. El heroísmo es sólo una necesidad egoísta de atención y narcisismo.

Referencias

Bauzá, H. F. (2007). El Mito del Héroe: morfología y semántica de la figura heroica.  Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

Beck, U. (2006). La Sociedad del Riesgo: la sociedad del Riesgo. Buenos Aires, Paidos.

Castel, R. (2006). La Inseguridad social: ¿Qué es estar protegido? Buenos Aires, El Manantial

Dumézil, G. (1990) El destino del Guerrero. Bogotá, Ediciones silgo XXI.

Elías, N. y Dunning, E. (1992). Deporte y Ocio en el Proceso de la Civilización. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

Farnell, L. (1921). Greek Hero Cult and Ideas of Inmortality. Cambridge, Oxford University Press.

Giddens, A. (2000). Un Mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras vidas. Madrid, Taurus

Heidegger, M. (1997). El Ser y el Tiempo. Santiago, Editorial Universitaria

Kierkegaard, S. (2003). Temor y Temblor. Buenos Aires, Losada.

Kierkegaard, S. (2005). De la Tragedia. Buenos Aires, Quadratta.

Kierkegaard, S. (2006). Tratado de la Desesperación. Buenos Aires, Quadra

Lévi-Strauss, C. (2003). El Pensamiento Salvaje. México, Fondo de Cultura Económica.

Luhmann, N. (1995). Poder. México, Universidad Iberoamericana.

Luhmann, N. (2006). Sociología del Riesgo. México, Universidad Iberoamericana.

Nietzsche, F. (2008). El Origen de la Tragedia: escritos preliminares Homero y la Filosofía Clásica. Buenos Aires, Terramar Ediciones.

Propp, V. (1981). Morfología del Cuento. Madrid, Ed. Fundamentos.

Raglan, Lord. (1937). The Hero. A Study in tradition, Myth and Drama. Nueva York: Oxford University Press.

Sartre, J. P. (1997). El Existencialismo es un humanismo. Buenos Aires, Ediciones del 80.

Tierney, K. (1994). «Sociology´s Unique Contributions to the Study of Risk». Disaster Research Center, Preliminary Paper, 204.

Vico, G. (1964). La Ciencia nueva sobre la naturaleza común de las naciones. Editorial Buenos Aires, Aguilar.

Weber, M. (1985). Ensayos de Sociología Contemporánea II. Ediciones Planeta-Agostini, Buenos  Aires.

________________________

1. Luego de su clara presentación del problema, Castel analiza comparativamente el rol interno de los grupos que conformaban en la edad media a los entramados sociales con las sociedades modernas. Las sociedades construidas en base a un sistema de producción industrial como ha afirmado Hobbes se constituyen para evitar la «guerra de todos contra todos» en una sociedad civil, cuyos resortes continúan siendo manejados por la manipulación del miedo y la seguridad. En detrimento del vínculo social, el ciudadano propietario puede y tiene a su disposición todos los recursos legales del Estado moderno para protegerse así mismo. Y claro, como sólo la seguridad puede ser total en Estados absolutos -mérito hobbesiano-; en la mayoría de los casos estas estructuras no pueden regular en una dimensión total los comportamientos e interacciones individuales. Paradójicamente, un estado de este tipo transgrede los pilares básicos de la sociedad liberal de mercado moderna creando indirectamente una sensación de inseguridad. En su vulnerabilidad, el ciudadano recurre excesivamente a la protección del Estado y este a su vez se complejiza burocratizando sus procedimientos; hecho que resulta de una ambigüedad aún mayor y a vez mayor demanda.

2. El sistema escoge en términos binarios entre dos opuestos. La decisión por lo tanto se encuentra clausurada entre un valor positivo y otro negativo. Asimismo, el aprendizaje del sistema se hace por medio de las elecciones que resultan positivas hecho que lo lleva a construir su propio bagaje histórico mientras que las decisiones negativas son internalizadas como amenazas o peligros. Al respecto Luhmann aclara «la codificación binaria, bajo todos los puntos de vista puede ser entendida como un aumento inmenso del riesgo de operaciones de los sistemas. Los sistemas codificados son sistemas emancipados: se otorga la libertad de escoger entre dos valores de su código y eso sin una predeterminación de los temas de los que se trate posiblemente. En el mismo momento, a la vez están obligados a decidir o rechazar decisiones en vista de una circunstancia aún no suficientemente aclarada, y de correr de una u otra forma un riesgo (Luhmann, 2006: 128).

.

Citar:

Korstanje, M. E. (2010, 10 de mayo). La personalidad heroica. Narrativa psicosocial de la sociedad Postmoderna. Revista PsicologiaCientifica.com, 12(12). Disponible en: https://psicologiacientifica.com/personalidad-heroica-narrativa-psicosocial

Deja un comentario