Aplicación del DSM IV-R en Colombia: Desafíos en el diagnóstico de niños en contextos de violencia

Aura Marí­a Torres Reyes
Instituto Colombiano de Bienestar Familiar - ICBF, Colombia

Resumen

Tradicionalmente, la Psicologí­a Clí­nica ha fundamentado la intervención terapéutica en los Manuales de diagnóstico CEI o DSM. Sin embargo, para el caso especí­fico de Colombia, dada su complejidad contextual en donde la violencia es una expresión multicausal de aparición cotidiana, el diagnóstico de trastornos, patologí­as y alteraciones de la conducta posee atenuantes que no se incluyen en los manuales mencionados. Por tanto, los estándares de salud mental colombiana ceden ante criterios propios del contexto, tal como se analiza en el presente artí­culo, que concluye con una reflexión en torno a los procesos de adaptación y normalidad, especí­ficamente en la infancia y la juventud colombianas.

Palabras clave: Manual, contextual, violencia, criterio, adaptación.

Tradicionalmente, la Psicología Clínica, independiente de la edad de la persona o personas que sean su eje central, inicia el proceso terapéutico mediante un diagnóstico basado técnicamente en el DSM o CEI, en cualquiera de sus versiones, la más reciente de cada una DSM IV TR o CEI 10. Estos manuales permiten no solamente guiar los diagnósticos, sino también estandarizar un lenguaje común que permite a todos aquellos que trabajan alrededor de la salud mental, unos significados comunes e invariables independiente de contextos, culturas y perspectivas. Por tanto, es claro reconocer y diferenciar una alteración, un trastorno, una patología, etc. de otra. Hasta aquí podríamos decir que la Psicología Clínica, desde un enfoque positivista, es científica, obedece a criterios de objetividad, se puede validar interna y externamente, posee un método y es comprobable. Así pues, es relativamente fácil la labor del psicólogo clínico; en ese orden de ideas, sólo tendría que comparar los datos obtenidos en consulta con los criterios del DSM o CEI y establecer un programa de intervención acorde con el diagnóstico «extraído» desde el manual de turno.

En esta línea, los enfoques proveerán los criterios para la intervención respectiva y un nuevo lenguaje común que llene los vacíos que el manual deja. Sin embargo, la realidad en la intervención es un poco más compleja y el objetivo de estas líneas es, precisamente, ahondar un poco en cuanto a la complejidad de contextual de la infancia y la juventud en Colombia, y cómo la función «normalizadora» que por excelencia la sociedad ha depositado en la psicología se ve minada en la cotidianidad.

La violencia en el contexto

Según Informe de Desarrollo Humano de 2005 (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], 2005), Colombia se clasifica entre los países más inequitativos del mundo, colocándose en el puesto 40 a nivel mundial y 11 en América Latina,. Esta inequidad se refleja en una multiplicidad de situaciones en donde los niños, las niñas y los jóvenes se convierten en poblaciones vulnerables de ser violentadas no sólo por el sistema social, sino también por el familiar en actos cotidianos. Lo anterior resulta paradójico, considerando que los niños y niñas, tal como lo señala Rivero (2004), son reconocidos como sujetos de derechos desde la primera declaración de los derechos de los niños en 1924. Sin embargo, a pesar de este reconocimiento oficial, el Informe Especial sobre Violencia contra la infancia, del Ministerio de Protección Social (2006), demuestra cómo el contexto colombiano posee unas características que propician la vulneración de derechos por medio del acto violento:

«La violencia, generada en ocasiones por falta de cuidado o afecto, es compleja, máxime cuando se trata de un problema multicausal asociado a pobreza, hambre, miseria e incluso a la cultura y patrones de crianza, a las mismas interrelaciones de los sistemas sociales, en los que la normalización de la violencia y la aceptación de las conductas agresivas son frecuentes» (p.36).

La violencia contra niños, niñas y adolescentes

Es así como la violencia se constituye en una forma de relación aceptada socialmente en la cotidianidad. Aunque existan políticas públicas que la abordan como Construcción de paz y convivencia familiar Haz-paz, éstas no han trascendido a un impacto real del fenómeno de la violencia. Las cifras del informe que analiza el período comprendido entre 1993 y 2005 recopila los casos denunciados y registrados oficialmente, por tanto, los datos podrían ser relativamente inferiores a los reales (por no decir evidentemente inferiores). El informe aclara haber tenido en cuenta sólo algunas formas de violencia como las causas accidentales, el secuestro, el desplazamiento, el abuso sexual, la incorporación a grupos armados, víctimas de minas antipersonas, el suicidio, lesiones personales en evento relacionado con violencia y accidentes de tránsito, esto, dada la dificultad para la obtención de datos específicos en torno a otras formas como lo aclara el Informe en mención (PNUD, 2006):

«(…) aquellos que presentan algún tipo de discapacidad y son más vulnerables a malos tratos y los que sufren abandono (…) los menores explotados laboralmente, muchos de ellos sometidos a trabajos riesgosos para su salud y bienestar o en situaciones indignantes, como la prostitución, el abuso, la pornografía, el turismo sexual y la trata de personas» (p. 38).

Partiendo de las consideraciones anteriores, a continuación se extraen algunas cifras que evidencian la magnitud de la violencia contra la infancia en Colombia:

En cuanto a causas accidentales, Valdez (2006) menciona que «para el 2004 se realizaron 3343 dictámenes médico-legales por estas causas, de los cuales 1008 ocurrieron en población infantil, equivalente al 30% de los casos» (p. 52); mientras que específicamente por muertes accidentales, García (2006) establece que «en Colombia, para la década comprendida entre los años 1994-2003 se registraron 9275 muertes accidentales en menores de 18 años, siendo los hombres los más afectados (…). Las muertes violentas de menores de edad en accidentes de tránsito registraron 9719 casos y 75164 fueron reportados como lesiones no fatales» (p.88). Con relación a los reportes de menores lesionados en violencia común, Soriano (2006) señala que «según la información sobre los menores de edad lesionados en violencia común en Colombia durante los años 1995 a 2003, se puede concluir lo siguiente: en promedio, anualmente en Colombia fueron heridas 13610 personas, es decir, 1134 mensualmente, 38 diariamente, o 2 cada horas» (p.132), lo cual si se tienen en cuenta otros eventos de violencia conducentes a lesiones personales, se incrementa así: «Según los dictámenes médicos realizados por el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, en 2004 se presentaron 86478 casos de personas (menores de 18 años) lesionadas en eventos relacionados con la violencia donde se perdieron 105305 años de vida saludables» (Valdez, 2006, p. 51).

Al observar las cifras en torno a la función social de protección en la infancia y la juventud, los delitos sexuales y la indigencia hablan por sí mismos. Ibáñez (2006) señala: «Entre 1996 y 2003 el Instituto realizó 85747 reconocimientos médicos relacionados con delitos sexuales a menores de edad, para una tasa promedio anual de 87 casos por cada 100 mil menores y un incremento del 30% de los casos denunciados en el año 2003 con respecto a los reportados en 1996» (p.118). De igual forma, el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses (2004) ponía de manifiesto en una recopilación de datos al respecto de la explotación sexual comercial infantil que: «según la Defensoría del Pueblo… (se) estima que por lo menos unos 25000 menores son utilizados en Colombia en estas actividades ilícitas» (p.230).

Con relación al delito sexual, «según Medicina Legal, en 2004 se registraron 14334 dictámenes por delito sexual a menores de 18 años con una tasa por 100 mil habitantes de 77,8» y según la UNICEF, «existen 35000 menores víctimas de la explotación sexual en Colombia y de ellas unas 16000 tienen edades entre los 8 y los 12 años» (p.232). Lo anterior refleja una sociedad limitada tanto a sus funciones de protección, agravada por las cifras de niños y niñas habitantes de calle. Según los censos realizados por el Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (Idipron) y el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), se menciona que «… para 2001 se registraron 2796 casos de niños y niñas habitantes de calle» (2001, p.223).

Ahora bien, si se tiene en cuenta el conflicto interno del país, las siguientes cifras dimensionan el impacto en niños y jóvenes en cuanto a desplazamiento: «El total de desplazados entre los años 1995 y 2005 fue de 1.575.603 según el Sistema Único de Registro de la población desplazada (SUR), distribuido así: el 38% (598614) son menores de 18 años, el 32% (508524) son adultos y el 30% (468465) corresponde a personas de las cuales no se pudo obtener información» (Valdez, 2006, p. 137). Con respecto a la incorporación a grupos al margen de la ley, Amnistía Internacional y Save the Children (2004) reportaban que «en las filas de la guerrilla y los grupos de autodefensas ilegales, militan 14000 menores» (p.154).

A lo anterior, pueden sumarse las víctimas de minas antipersonas y secuestro, tal como lo hace Herrera (2006) sobre minas antipersonas: «Del período 2000 a 2005 se presentaron 247 víctimas de minas antipersonas en menores de edad, siendo el año 2002 el que registra el mayor número de casos. No obstante, en 2005 se registraron dos casos más que en el 2004″ (p. 175). Sobre víctimas de secuestro, Rivero y Mera (2006) mencionan que «si se toman los casos reportados por el Centro de Investigaciones Criminológicas de la Policía Nacional, desde 1994 hasta 1996, y los de Fondelibertad de 1996 hasta diciembre de 2004, podemos señalar que en la última década en Colombia se presentaron 2586 secuestros cuyas víctimas eran menores de edad» (p.158). No se han mencionado los menores involucrados en el tráfico de estupefacientes como lo reportaba el del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF, 2002):

«En relación con los niños, niñas y adolescentes, se destaca, de una parte, la modalidad de vulneración denominada correos humanos o «mulas», asociada con el gran tráfico internacional y, de otra, la utilización de los niños en los colegios y sitios recreativos como medio para el tráfico interno de estupefacientes. .. Las cifras de atención del ICBF muestran un incremento preocupante de niños, niñas y adolescentes afectados por esta problemática, pasando de 967 niños atendidos en 1998 a 3148 en 2002» (p.226).

En este sentido, los niños, niñas y los jóvenes no han quedado ligados al proceso sólo como víctimas, también han protagonizado un papel activo en la generación de violencia contra otros y contra sí mismos. Según el reporte del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF, 2004): «Los procesos relacionados con niños y niñas infractores de la ley aumentaron, en 2004 se tramitaron 22251 procesos y en 2005 fueron 35067 procesos» (p.224). Asimismo, la Encuesta Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas (2006) alertaba sobre «la edad promedio de inicio son los 12,9 años. A esta edad, en general, los niños -y ahora las niñas- tienen su primera experiencia con el alcohol y un 15,2% iniciaba antes de los 10 años» (p.225). Esta situación se agudiza al tener en cuenta la forma de presentación del fenómeno del suicidio, que evidencia el Informe Especial sobre la violencia contra la Infancia en Colombia (2006) así:

«El fenómeno de los suicidios en menores de edad se ha convertido en un problema real de salud pública al cual se le deben buscar soluciones acordes con la edad de los implicados, pues pese a que, si bien es cierto que la tasa de suicidios en menores de 14 años es inferior a uno por 100.000, también lo es que cada vez son más jóvenes los menores que se suicidan, y contrario a la teoría de Kaplan y Sadok, en Colombia se han documentado casos de menores de 10 años donde el suicidio es un pensamiento elaborado y no una conducta impulsiva» (p.87).

Aunque los datos anteriores no permiten estandarizar las cifras de la violencia ni totalizarla, si podrían indicar que la violencia es una forma de relación aceptada socialmente. No se hace referencia sólo a la violencia de «periódico» sino también a la violencia cotidiana, el mobbing laboral que se escuda en el sistema, el racismo que se filtra en la escuela, el machismo que acompaña las relaciones de pareja y, en últimas, a la incapacidad socialmente generalizada para ponernos del otro lado, para crecer de forma colectiva, tal como lo publicaba El Colombiano (1990, Septiembre 9): «La gran violencia es la suma de muchísimas violencias individuales» (En Álvarez, M. 1997, p.26).

Análisis de patrones de normalidad en el contexto a la luz del DSM-IV

Desde esta perspectiva, el papel normalizador de la psicología, específicamente en la infancia, se podría inferir que debe retomar como referente un contexto diferente del colombiano, que podría considerarse como patológico o tomarlo como referente y redefinir los estándares esperados en lo que respecta desde el DSM-IV, puesto que no se podría establecer el diagnóstico de Trastorno de Aprendizaje, dado que el diagnóstico diferencial incluye enseñanza deficiente o factores culturales. Este es el caso de niños en situación de desplazamiento, explotación infantil o vinculación temprana al trabajo, o aquellos que por diversos factores de vulnerabilidad no ingresan a procesos de escolarización, por tanto a pesar de la incidencia del trastorno los factores asociados lo hacen parte del contexto, con lo cual deja de ser trastorno.

Con relación al diagnóstico de trastornos en las habilidades motoras, tendría que tenerse en cuenta el diagnóstico diferencial de afectaciones motoras debidas a enfermedad médica, por tanto, los niños, niñas y jóvenes victimas de minas antipersonas, lesiones por delincuencia común, lesiones por accidente, por evento causal violento o accidente de tráfico, entre otras causas, tampoco podrían ser diagnosticados con este tipo de trastorno, evidentemente.

Para el caso del trastorno expresivo del lenguaje, dado que se contempla como criterio que las deficiencias del lenguaje son superiores a las habitualmente asociadas a retraso mental, déficit sensorial, motor del habla o privación ambiental, podría considerarse a los niños, las niñas y jóvenes secuestrados que han sido incorporados a grupos al margen de la ley, victimas de alguna lesión producto de evento violento. Es importante tener en cuenta que la sanción social frente a la información que se da o recibe en un municipio sitiado, en zona de conflicto o en un sistema familiar violento no se puede considerar como un trastorno expresivo del lenguaje, pero tampoco existe un diagnóstico diferencial, o un criterio adicional que permita categorizar este hallazgo aunque, en últimas, interfiera en las habilidades de comunicación, no sólo en el contenido, sino también en la aceptación del contexto patológico como normal.

Tampoco se considera como un trastorno generalizado del desarrollo el que viven niños, niñas y jóvenes que no pueden tener acceso a la satisfacción de sus necesidades básicas, dado que, en general, no presentan intereses, comportamientos y actividades estereotipadas y tampoco se observan en otras enfermedades médicas (p. ej. anormalidades cromosómicas, infecciones congénitas) y, a pesar de poseer un impacto generalizado en el desarrollo la única opción de diagnostico, se halla a partir de criterios aislados vinculados con el eje III y IV.

Con respecto a los trastornos por déficit de atención y comportamiento perturbador es un poco más complicado en zonas de conflicto. La situación de violencia hace que los ataques y enfrentamientos militares y, en general, el contexto impida procesos prolongados de atención centrada que finalice sus que haceres, que se dedique tranquilamente a jugar o actividades de ocio y que posea seguimiento a normas sociales de comportamiento (los actores del medio no lo hacen), más aún si el grupo o grupos al margen de la ley amenazan con un proceso de reclutamiento cercano. En estos casos, los niños, las niñas y jóvenes reunirían criterios necesarios, pero coincido con el diagnostico diferencial en que podrían ser mejor explicados por un trastorno de ansiedad. Y para el caso de niños, niñas y jóvenes inducidos al consumo de sustancias psicoactivas a un trastorno producto de dicho consumo, aunque dicho consumo se haga como proceso de adaptación al sistema familiar o social en el que se desarrolla el niño, esto no se tiene en cuenta dentro de los criterios.

No obstante, para el diagnóstico de trastorno disocial el proceso es más complejo, puesto que el diagnóstico diferencial no hace ninguna alusión a niños, niñas y jóvenes vinculados al conflicto armado o que crecen teniendo como modelo este tipo de comportamiento dentro de sistemas familiares violentos. A pesar de que se cumplirían los criterios, ¿esto sería un trastorno o una conducta aprendida u obligada? De la misma forma, el trastorno negativista desafiante no posee un diagnóstico diferencial que de cuenta de comportamientos presentados por niños, niñas y adolescentes víctimas de maltrato, abuso sexual, violación, desplazamiento, secuestro y desmovilización.

En cuanto a los trastornos de la ingestión y de la conducta alimentaría de la infancia o la niñez, aunque la familia de la localidad de Simón Bolívar (Bogotá) se alimenta a base de la ingesta de papel, reúne los criterios para el diagnóstico de Pica y no es consistente con el diagnóstico diferencial. ¿Esa ingesta se puede considerar trastorno pica o es una alternativa para no morir de hambre, es decir, podría considerarse una estrategia de afrontamiento contextual?

Y, finalmente, se aborda la categoría de otros trastornos de la infancia, la niñez o la adolescencia, específicamente el trastorno de ansiedad por separación. El DSM no establece como criterio diferencial un contexto que evoque o genere las conductas que corresponden a los criterios suficientes para el diagnóstico del trastorno de ansiedad por separación, es decir, el secuestro del sujeto, un familiar o amigo; el estar en zona de conflicto con la edad para ser reclutado o con alguien cercano con el perfil para ser víctima del conflicto; el estallido de una bomba en una zona próxima a sí mismo o algún cercano. El DSM menciona adicionalmente que es raro que suceda en adultos, sin embargo, es importante realizar investigaciones en torno a esta afirmación, sobre todo para el caso de colombianos en el exterior que tienen familiares en zona de conflicto o próxima a un atentado.

Conclusión

En un escenario como el colombiano la Psicología Clínica necesita contextualizar los criterios necesarios para diagnosticar un trastorno, específicamente en la infancia y la adolescencia. Adicionalmente, es necesario distinguir el referente base para cumplir la función socialmente asignada de normalización, ante lo cual la violencia aparece en nuestro escenario para crear un interrogante en donde, a pesar de que durante años el adaptarse y hacer parte de la normalidad iban de la mano. En la actualidad, en Colombia esto genera un dilema similar al de Lyotard (2000) con el conocimiento, a saber: «Lo adaptativo y lo inadaptativo son dos caras de la misma cuestión: ¿quién decide lo que es adaptativo y quien sabe lo que conviene decidir?»

Referencias

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Citar:

Torres, A. M. (2008, 09 de enero). Aplicabilidad del Manual de Diagnóstico DSM IV-R en Colombia. Revista PsicologiaCientifica.com, 10(4). Disponible en:
https://psicologiacientifica.com/dsm-iv-aplicacion-colombia

6 comentarios en «Aplicación del DSM IV-R en Colombia: Desafíos en el diagnóstico de niños en contextos de violencia»

  1. El artículo me parece interesante por ser una postura crítica, pero sería importante tener una revisión más juiciosa de algunos aspectos de DSMIV, como por ejemplo dice la autora: «Con relación al diagnóstico de trastornos en las habilidades motoras, tendría que tenerse en cuenta el diagnóstico diferencial de afectaciones motoras debidas a enfermedad médica» veamos que uno de los criterios de DSMIV es «El diagnóstico se establece si las deficiencias de la coordinación no se deben a una enfermedad médica» porque para este diagnóstico la etiología del trastorno no permite que sea debido a enfermedad médica. Considero que el DSMIV al ser un manual internacional en donde participan todo tipo de profesionales, nos entrega de manera completa y científica la explicación de los diferentes trastornos mentales, cabria, por lo tanto, continuar estudiando cada trastorno en el manual y fuera de él y de la misma manera los síntomas y signos presentados por los pacientes para poder establecer el diagnóstico. Respecto a la pregunta con la que termina el texto, ¿quién decide lo que es adaptativo y quién sabe lo que conviene decidir? Considero que es importante responder que no se puede dar la responsabilidad científica a una persona para decidir esto, son las investigaciones científicas y las argumentaciones en salud mental las que deciden esto.

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  2. Es un trabajo que se conecta con el trabajo de la Dra. Denisse Fonseca: no puede aplicarse un programa de intervención o una prueba de dos contextos diferentes sin que esto no modifique la utilidad, el valor y los resultados de la o el mismo(a). Así como en Colombia esta prueba no podría validarse, dados los programas de violencia que se viven en el país, diferentes de aquellos de otros sectores, asimismo, hay otros estudios con los que pasa exactamente lo mismo.

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  3. No creo que la psicología clínica se dedique solamente a clasificar a la gente en un diagnóstico, de lo contrario no haría falta estudiar durante un mínimo de 5 años y realizar posteriormente estudios más avanzados. Por el contrario, durante el proceso de formación todo el tiempo (al menos en la UV, donde yo estudio) se recalca que para poder establecer un diagnóstico, así sea basado en el DSM, es de vital importancia tener en cuenta los aspectos biopsicosociales del individuo, por eso se hace una evaluación completa de este, de lo contrario, cualquier persona podría desempeñar el papel de un psicólogo.

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  4. Considero que los aportes de la autora son muy oportunos, sobre todo en estos momentos donde es cada vez más diciente la manera como niños y jóvenes se ven afectados por el sistema social que vivencian. Considero que como psicóloga clínica no puedo hacer caso omiso a estas apreciaciones.

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